Por: John Fernando Restrepo Tamayo
Jesús María Valle, no solo era un profesional exitoso y un profesor excelso. Era un defensor de los derechos humanos. Un activista. Temerario y apasionado. Torpe para cazar peleas porque siempre se hacía del lado de los marginados. Su creencia en el derecho como una herramienta de servicio, y no de poder, le llevó por el camino más tortuoso y vulnerable. Su muerte era previsible. Sus problemas de seguridad nunca fueron tomados en serio por las autoridades. Su convicción por la defensa de los derechos humanos le llevó a denunciar las fuerzas oscuras que había detrás de la institucionalidad y de la aparente legalidad.
Jesús María Valle hizo públicas las denuncias que muchos otros prefirieron callar para seguir con vida. Él sabía a qué se exponía y decidió seguir al frente. Cada paso lo acercaba más al pelotón de fusilamiento. Desde mediados de 1997 había una atmósfera oscura en su entorno. Ese fin de año fue asfixiante para él y para todo su equipo de trabajo. Empezando 1998 llegó su final. Estaba en su oficina cuando tres personas burlaron de forma absurda el precario sistema de seguridad.
Cuando lo encontraron pudieron advertir que Jesús María Valle ya les esperaba. Era malo para pelear pero no era tonto. La sagacidad que despierta ver la muerte de cerca ya le había advertido cómo sería el final. Obligado a ponerse bocabajo dos proyectiles dieron fin a un hombre bueno. Robusto, bonachón, de origen campesino y humilde. Crítico y desafiante. Guerrero y obtuso. Leal y confidente.
Los últimos días de Jesús María Valle olían a muerte. Se podía percibir en los mensajes que enviaban de forma anónima sus adversarios. Pero él tenía demasiadas cosas sobre el escritorio de su pequeña oficina para hacerle caso. El ruido que hacían los medios de comunicación sobre lo superficial y lo trivial le llenaba de valor para seguir adelante. Así en muchas ocasiones se sintiera solo, desgastado y remando a contracorriente.
Jesús María Valle murió un 27 de febrero de 1998. Quizás antes. Cuando sus enemigos se ocuparon de cerrarle todas las vías de acceso a la justicia y de visibilidad de sus denuncias, especialmente en el caso de la masacre paramilitar perpetrada en Ituango. Quizás antes. Cuando se atrevió a confesar que se sentía solo y podía advertir que el miedo se había apoderado de las personas más próximas a su círculo vital. Quizás antes. Cuando sintió que las denuncias sobre las intervenciones militares y paramilitares seguían de largo ante una opinión pública indolente e indiferente.
O quizás solo estamos en presencia de un cuerpo ausente. Porque su esfuerzo cobra vigencia cada año. Porque su memoria sigue viva en muchos capítulos de la historia de los derechos humanos en Colombia, Antioquia y Medellín. Porque su legado se confirma a lo largo del tiempo. Porque las autoridades judiciales han puesto en evidencia la responsabilidad estatal y militar de su muerte. Porque cada vez hay más estudiantes, sindicalistas, obreros, intelectuales y académicos que evocan su trabajo y emulan su coraje para hacerse del lado de los excluidos y de los invisibilizados. Porque cada 28 de febrero se hace un aniversario a su nombre en favor de la vida, de la libertad y de la promoción de la justicia. Porque al nombre de José María Valle, los otros activistas de los derechos humanos que le han sucedido, advierten la luz de su rostro en una fotografía de pared situada en la Universidad de Antioquia en la que se reitera que en una sociedad donde los derechos humanos valen tan poco y quien los defiende menos está: “Prohibido olvidar.”