Jaime Jaramillo Panesso

Por: Jaime Jaramillo Panesso

Una teoría con muchos visos de certeza dice que la especie humana surgió en la región que irrigan los ríos Tigris y Éufrates, la antigua Mesopotamia, que hoy corresponde a parte de Irak, donde se asentaron los sumerios, antecedidos por los asirios, y florecieron ciudades como Nínive y Nimrud, en cuya entrada se encuentra dos hermosas esfinges aladas. También a orillas de Tigris tuvo vida la ciudad de Ashur y la fantástica Babilonia, en cuya relativa cercanía se fundó luego la ciudad de Bagdad. Los sumerios crearon la contabilidad, la burocracia o funcionarios públicos, el comercio exterior. Dividieron el año en doce meses, el día en veinticuatro horas y la hora en sesenta segundos. Además inventaron un sistema de medidas y pesajes. Toda esta zona está llena de monumentos y ruinas muy valiosas para la humanidad y que datan de quinientos años, grosso modo, antes de nuestra era. Vestigios de las comunidades que formaron, cercanos a los persas que habitaron el Irán actual, notables construcciones de templos, murallas, esculturas y palacios que asombran a los visitantes y científicos, historiadores y antropólogos de hoy. Allí están las raíces del homo sapiens, al menos parte de ellas.

Contra este escenario cubierto por los siglos, la historia de miles de batallas, de reyes y ejércitos, de arqueros y carros de combate  de la antigüedad se lanza a su destrucción el Califa Abu Bakr al Bagdadi, jefe militar, político y religioso del Estado Islámico, EI, una organización terrorista de la yihad suní, apoderado del norte de Irak y una porción del territorio sirio. Con buldóceres y martillos gigantes, la tropa yihadista  destruyó el museo de Mosul, avanzó hacia Hantra, ciudad reliquia en el desierto y también destruyó la obra arquitectónica de centenares de años, protegida por la Unesco. Algo similar lo habían hecho los talibanes en Afganistán.

El Estado Islámico es una máquina de guerra alimentada por el fanatismo religioso que quiere extirpar a las demás creencias diferentes a su musulmana interpretación. Por ello realiza matanzas de cristianos y musulmanes de otras corrientes distintas a la suní. Miles de refugiados han marchado para protegerse en la frontera turca en terrenos de  los kurdos, que luchan por su autonomía hace largos años. Ahora enfrentan a los radicales del EI con el apoyo de la coalición internacional cuya táctica ha sido la utilización de bombardeos aéreos. El nuevo califato ha recibido la adhesión del grupo terrorista nigeriano Boko Haram, el que secuestra niñas, pone bombas en los restaurantes y almacenes. Es su brazo izquierdo en el África, porque su brazo derecho sostiene un fusil.

Pero la crueldad de los yihadistas es una afrenta a la humanidad entera. El degollamiento de prisioneros civiles como los periodistas, la sentencia de quemar vivo a un piloto jordano y las demás aberraciones contra la cultura y el arte de sus antepasados obligará a los estados democráticos a pasar de los ataques aéreos al enfrentamiento terrestre con la infantería y la artillería. Los terroristas son como las cucarachas: no desaparecen ni con la bomba atómica. El ama de casa las atrapa con la escoba y las ejecuta. Las milicias del califato o Estado Islámico son un peligro evidente para el mundo. Reclutan vía internet a jóvenes de Europa y Estados Unidos con una  red descubierta de 46.000 seguidores. Dejarlos crecer es una irresponsabilidad de los líderes mundiales, incluyendo el Vaticano.