Por: John Fernando Restrepo Tamayo
Estos días han significado una cadena sucesiva de premios y de reconocimientos para los Colegios en Colombia. Todos ellos alrededor de una sola cosa: los puntajes más altos en las pruebas oficiales del grado once. La cosa es así de simple: el mejor Colegio es aquel en el que el mayor número de estudiantes obtienen el porcentual más elevado en unas pruebas de memoria, que simulan análisis, capacidad crítica y adaptación al entorno socio político. Pero es solo eso, una simulación. Lo que hay detrás es una técnica eficaz de aprendizaje de formatos para acertar en la selección múltiple. Una técnica que abre muchas puertas, tanto para los alumnos como para la institución.
Las becas, los premios y la posibilidad de acceder a educación superior de calidad están condicionados al buen puntaje en la prueba. Para los colegios, esa sola condición es suficiente para aparecer en las portadas de los medios y conservar los altísimos precios por concepto de matrícula. Este reduccionismo es peligroso y amenaza con perpetuar la pésima calidad de educación que vive el país. Si de veras vamos a asumir la educación como un motor de transformación social, entonces es necesario que los colegios sean definidos y premiados como de alta calidad, si y solo si, sean capaces de transformar a los alumnos en personas capacitadas para tomar parte en la sociedad.
La gran diferencia entre el sistema escolar de las sociedades del primer mundo y la nuestra, es que en aquel sistema escolar se educa para la ciudadanía. A la escuela van personitas que se forman para caber en el sistema social. Se forma al futuro ciudadano, por eso conocen y se apropian de todos los procesos acaecidos que dieron lugar a la formación de su Estado. Allí reposa la historia, el idioma, la cultura general, la moral pública, la política, el arte, la ciencia y la economía. Los resultados estadísticos son importantes pero no son lo esencial.
Lo verdaderamente importante en el sistema escolar como recurso de transformación social debe asegurar que los estudiantes sean capaces de adoptar hábitos saludables. Que no actúen por el temor o el estímulo de una nota sino porque saben que son verdaderamente ellos los orfebres de su propio modelo. Que aprendan a darle buen uso al tiempo libre. A respetar su cuerpo. A entender que el mundo no es exclusivo sino que lo compartimos con los demás, quienes reclaman para sí el mismo alcance de la libertad y de la igualdad que reclamamos para nosotros mismos. A cuidar los recursos naturales; a respetar a los animales; hacer la fila; atender las señales de tránsito y cuidar lo público como patrimonio personal.
Ese es el verdadero reto que debe asumir un colegio que sea de calidad. Esas son las personas a quienes debemos premiar y reconocer como los bachilleres ilustres. Esa es la esencia de la educación para la vida buena. Ese es el camino que deben seguir quienes se tomen la educación en serio. Ese es el valor que se debe reivindicar cuando hablamos de educación de calidad. Porque si solo medimos la educación en términos de cuantitativos nunca dejaremos de ser una sociedad subdesarrollada en la que sus colegios de élite son aquellos obsesionados por hacer que sus estudiantes se hagan expertos en resolver encuestas.