Por: Gustavo Salazar Pineda
Colombia, a través de sus gobernantes, se ha ufanado desde hace muchas décadas de posar como una de las mejores y más estables democracias de América Ibérica.
En los tiempos en los que Bolivia vivía golpes de estado tan frecuentemente estuvo catalogada como una de las dictaduras más prolongadas del mundo; en la época en que Brasil padeció varios gobiernos de facto y Chile y Argentina tenían que soportar regímenes militares represivos, de Colombia se decía que era la más estable democracia de América Latina y un ejemplo institucional, verdad acomodable ya que en el período presidencial de Turbay Ayala gobernó prácticamente la cúpula militar con Luis Carlos Camacho Leyva a la cabeza y se vivieron persecuciones a las libertades y derechos humanos, patrocinados por ese desaguisado y entuerto jurídico que fue llamado por el gobierno Estatuto de Seguridad.
Años después, el Estado mostró un desbarajuste institucional por cuando el presidente de mediados de los noventa fue elevado a la altísima investidura con dineros de la mafia del narcotráfico, lo que ha sido de común ocurrencia en nuestro país donde otras manifestaciones mafiosas de poder terminan imponiendo al gobernante que les conviene.
La institucionalidad colombiana quedó herida de muerte desde mediados de los años ochenta con la toma del Palacio de Justicia, crisis que se ahondó con los ataques terroristas del cartel de Medellín, lo que trató de resolverse ingenua y demagógicamente con el cambio de Constitución Política.
Las cosas empeoraron en extremo con el cambio de la Carta Política de 1886 por la de 1991. La justicia, que era la rama decente, mantuvo lo poco de institucionalidad que nos quedaba en los largos tiempos que se abusó del estado de sitio. Con la nueva Constitución los vicios y los actos de corrupción, ineptitud y mediocridad de las ramas ejecutiva y legislativa pasaron a ser objeto de práctica desmedida por parte de las altas cortes que han llevado a la sagrada majestad de la justicia hasta el más despreciable abismo insondable de desprestigio y ausencia de respetabilidad. Lo que antes hacían presidentes, ministros y congresistas en detrimento de una sana democracia y una adecuada institucionalidad lo han llevado algunos altísimos dignatarios de la justicia a extremos insoportables.
Antaño, la figura presidencial llegó a ser sinónimo de respetabilidad y se le llamaba el presidente excelentísimo, dignidad que solo era comparable con la de los altos prelados de la iglesia católica. De Carlos Lleras Restrepo se llegó a decir que fue uno de los mejores presidentes del siglo pasado. Igual aconteció con el dignísimo cargo de Procurador General de la Nación, ocupado por respetados como excelsos hombres sin tacha moral, intelectual o social. Mario Aramburu Restrepo, el hijo ilustre de Andes (Antioquia); el boyacense Jesús Bernal Pinzón y el también antioqueño Carlos Jiménez Gómez, dieron lustre a la Procuraduría General de la Nación, defensora de la legalidad y los derechos esenciales de todo ciudadano de Colombia.
La suprema corte era en realidad un templo sagrado de la justicia donde oficiaban con devoción digna de un sacerdote los magistrados sabios y prudentes que fueron los de antes y de los que ejercieron sus dignidades como verdaderos hombres y faros de la legalidad fueron, entre otros, José María Velasco Guerrero, Luis Carlos Pérez, Gustavo Gómez Velásquez, Alfonso Reyes Echandía, Darío Velásquez Gaviria, Luis Enrique Aldana Rozo y Mario Alario Di Filippo. Sanedrín pulcro, erudito y prudente de la justicia penal colombiana que en nada se parece a esa cantidad de operadores judiciales con rango de magistrados de hoy que, olvidados de la sabiduría del derecho, se han dedicado a la más desvergonzada y repugnante rapiña por los puestos públicos y la exaltación personal de quien ostenta el cargo de presidente de la Corte Suprema de Justicia.
Otro tanto aconteció con la silla del Procurador General de la Nación, que ha llegado a su más hondo desprestigio con el actual fundamentalista, religioso y perseguidor de todo aquel que no esté de acuerdo con su credo. Toda la culpa recae sobre el congreso, que no solo eligió tan apasionado personaje al frente de la institución encargada de la salvaguarda del orden institucional, constitucional y legal, sino que osó en un mal momento reelegirlo con ayuda de la suprema corte, todo en nombre de la más rampante rapiña de puestos burocráticos.
Ahora, lo que faltaba. Como si no tuviéramos suficiente con los escándalos de las cortes, la procuraduría y que se suma a la cadena de escándalos y hechos que tiñen a los entes de vigilancia en la más palmaria postración institucional es el vulgar y anti erótico comportamiento de otro reyezuelo de la democracia que se ha paseado por las instituciones patrocinado por un excelente y notable jurista de la Universidad Externado de Colombia, dejando casi siempre una estela, un aura de desprestigio, corrupción, ineptitud, clientelismo y vulgaridad en el ejercicio de la función pública. Un importantísimo periodista, nuestro gurú de la comunicación social en Colombia, se encargó de vendernos la falsa idea de que Jorge Armando Otálora era el prototipo hijo de familia campesina pobre y buena, inteligencia y capacidad habían llegado a los altos cargos del Estado por méritos y capacidad. De la conmovedora historia contada por el primer diario del país sobre Otálora nos quiso mover los hilos de la sensibilidad el maestro del periodismo en Colombia, como el humilde hijo de vendedora de fritanga y asados que, al estilo de Marco Fidel Suárez, era el símbolo de la humildad y la pobreza entronizadas en los altos heliotropos del poder. Eso se dijo cuando oficiaba este personaje intrigante de Vicefiscal General de la Nación. Quienes alertamos al Fiscal General, Mario Iguarán, qué clase de intrigante había puesto a manejar los casos más complejos y publicitados de Colombia, no fuimos escuchados. Tuvo que salir a flote el escándalo al interior del Búnker del despotismo, tiranía y corrupción que vivió el ente acusador los primeros años del período institucional del gran señor y culto jurista, Mario Iguarán Arana, ventilado por el brujo Armando Martí. Como suele ocurrir en Colombia, se tapó la corrupción institucional y no se tomaron correctivos. Pasados unos meses el ex Vicefiscal, que debió ser investigado y sancionado al menos disciplinariamente él y la caballería que lo secundó, fue promocionado al cargo de magistrado del desprestigiado Consejo Superior de la Judicatura. Que yo recuerde, renunció a la magistratura para aspirar a la Defensoría del Pueblo. Las razones en él debieron ser de orden estrictamente burocrático. Enquistado en la Defensoría Pública, diose el personaje de marras a maltratar a sus subalternos y a creerse el playboy de la justicia, el Porfirio Rubirosa o el Alain Delon de los pasillos de la entidad moral más digna de Colombia.
Y el ídolo de papel, el ícono madurado a punta de papel e instrumentos mediáticos se derrumbó y el príncipe azul que alguna vez se creyó se destiñó, de él no quedó sino lo que era antes: un mediocre, ayudado por mediocres y defendido por otros de igual catadura.