Por: Jaime Jaramillo Panesso
Los libertadores de esta República fueron hombres formados en la cultura de la Ilustración. Pero su actividad política se caracterizó por la milicia y por el ejercicio de la administración pública. Como militares llegaron al grado de generales. Como administradores del estado alcanzaron los cargos de Presidentes. Tales son, por ejemplo, Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander. Lo fueron también Obando, Mosquera, Urdaneta, Alcántara Herrán, López, Santos Herrera, Melo, Eustorgio Salgar, Julián Trujillo, José María Campo, Eliseo Payán, Rafael Reyes y otros. En otras palabras, como militares y como políticos eran ciudadanos con el derecho a elegir y ser elegidos.
Con el paso de los años y debido a la inmadurez de la República, los políticos civiles le prohibieron a los miembros de la Fuerza Pública y a la Policía que participaran en los asuntos públicos distintos a los del ejercicio de su tarea de la guerra, el orden público, la persecución y captura de los delincuentes, la defensa de la integridad territorial, el apoyo a los jueces en la aplicación de la ley y la sumisión a las altas autoridades legítimamente constituidas. Para apartarlos de la “política”, la cual es monopolio de los partidos y de sus dueños o dirigentes, se consagró la noción de “no deliberación” para los hombres de las armas constitucionales. Así los convirtieron en ciudadanos de segunda clase. No deliberantes significa que no tienen voz ni voto en los problemas de la República ni en la política pública. No pueden elegir ni ser elegidos, no pueden asociarse tampoco. El recorte de sus derechos constitucionales conlleva a dos posiciones: una, los militares solo opinan en círculos cerrados entre ellos mismos. Dos: quedan aislados de los civiles y por consiguiente viven constreñidos en guetos donde los oficiales y sus familias forman ligas exclusivas. Por supuesto que esto no es absoluto, pues los policías, los patrulleros habitan los mismos barrios donde no solo están sus parientes, sino varios de los sujetos que son objetivo de la justicia penal.
La consolidación de la democracia en el mundo de hoy es incompatible con la restricción de los derechos fundamentales a los militares y a los policías. Los internos o detenidos comunes en las cárceles de Colombia pueden votar, salvo que hayan sido condenados y las sentencias contengan la suspensión de los derechos políticos, que se recuperan una vez terminen los tiempos de la ejecución de la pena. Este exluyente de derechos civiles solo está en Colombia, Guatemala, Honduras y República Dominicana. En nuestro país es lesiva esta prohibición porque cobija, además, a la Policía, que por definición, es un cuerpo civil.
Esta injusta y restrictiva situación determina que la voz de los militares solo se conozca por medio de las asociaciones de retirados, lo cual no deja de ser un modo ficticio y deformador de la realidad de quienes están en el ejercicio diario de sus funciones legales y constitucionales, pero como ciudadanos de segunda clase.
Otra cosa es que los militares y policías activos sean miembros activos de los directorios políticos, pero un primer paso es que al menos puedan elegir libremente como lo hacen el resto de los ciudadanos. Y más pronto que tarde también puedan ser elegidos como concejales, diputados o congresistas, sin tener que renunciar a sus galones, así como un médico o un abogado no deben renunciar a su profesión para ocupar esos mismos cargos. No hay que tenerle temor a la política y los militares, pues ellos son la ciudadanía armada legal y constitucional que defiende y apoya a los jueces y a las autoridades legítimas. Pero sobre todo nos han defendido, hasta donde lo han permitido los presidentes promamertos, a los ciudadanos desarmados. Los militares y policías también piensan.