Por: Jaime Jaramillo Panesso
Colombia está a punto de ser una simple denominación geográfica, sin contenidos institucionales que permitan definirla como una nación, como un estado. Somos un pueblo que a lo largo de su vida como república construyó un derecho constitucional respetado por sus ciudadanos, en especial, por la clase política y por sus dirigentes empresariales, sindicales y gremiales. En nuestras universidades se formaron los juristas que han tenido en sus manos el aparato judicial y de control político y financiero. Fiscalía, Procuraduría y Contraloría han tenido directores probos. En esas mismas universidades se han calificado los economistas, administradores y científicos, aunque muchos de nuestros profesionales han podido estudiar en el extranjero. Técnicos y tecnólogos son los trabajadores que hoy manejan la arquitectura productiva. Los escritores, periodistas, artistas y agentes culturales también son fruto de las aulas universitarias.
Sin embargo, bastaron cuatro años consagrados a un acuerdo con la guerrilla de las Farc, para que el país resultara fracturado bajo la mano diabólica del Presidente Santos y sus asesores y consejeros de paz. Hasta la Fuerza Pública, militares y policías, cambiaron la doctrina operacional y estratégica acorde a los intereses pactado en La Habana. Las instituciones jurídicas sucumbieron, como la Fiscalía, ante la personalidad malévola del abogado Montealegre. Las Cortes ya no son ejemplares para la ciudadanía. Sus actuaciones persecutorias a los dirigentes de la oposición y sus providencias proclives y deshonrosas para satisfacer al Príncipe, nos han llevado al derrumbe ético y a resultados de una opinión vergonzosa en las encuestas. Una magistrada del Consejo de Estado en el auto admisorio de una demanda, algo así como una nota resolutiva expedida por una alcaldía, declara ante el país que el plebiscito ganado por las corrientes del NO queda anulado e insta a que el Congreso aplique las normas especiales y pro témpore para darle confianza a las Farc y al Gran Burundú Burundá que rige nuestros destinos. Pero nada de todo esto propicia la protesta y movilización ciudadana, atemorizada por quienes no han entregado las armas.
El Congreso siempre ha sido de mayorías gobiernistas. Es su naturaleza si la democracia quiere funcionar. Pero tanta obsecuencia actual está basada en la distribución de enormes sumas del presupuesto que se pierden por las cañerías de los contratos y los sobornos. No existen personalidades que brillen en defensa de Santos y la mediocridad. “El principio de la supremacía del poder legislativo se presenta desprovisto de fundamento, ya que se ha producido un desplazamiento del poder del parlamento a los aparatos burocráticos y una autonomización del ejecutivo”, señala Bobbio para darle puntillazo a la zona de decisión instalada en La Habana. En cambio alumbran, por sí mismos, los pocos congresistas, hombres y mujeres, de la oposición seria y estudiosa del Centro Democrático.
Los medios de comunicación están adscritos a esta catapulta contra la Constitución y contra las mayorías. Cada vez, al preguntárseles por los encuestadores sobre la confianza en el Jefe del Estado, resulta con la más baja aceptación. Salvo contados columnistas y formadores de opinión, La Gran Prensa escrita, radial y televisiva se arrastra a los pies de quien es dueño de la pauta oficial que derrocha a borbotones náuticos y aeronáuticos en la paramuna capital de este país. Duele una patria perdida en la corrupta burocracia nacional, departamental y municipal, solo superada en las empresas comerciales del Estado como Reficar y las sospechosas jugadas financieras como Isagen.
El desorden internacional coadyuva a este naufragio de la nación que no tiene velas en la arboladura ni vientos que las inflen para salir de este mar que se ahoga en sus propios abismos.
El furioso vecino abre y cierra la frontera cuando le viene su real gana y tiembla el palacio de Nariño con solo escuchar un posible grito desafinado del fatuo heredero de Martí. Hemos tocado fondo y ese fondo es pantanoso y fétido. Nuestros ciudadanos guardan el pan para el desayuno. La mesa está vacía y las opíparas festividades oficiales son un encanto para la corte de malabaristas y manzanillos que posaron de intelectuales en las ojeras de los administradores del rey de la dinamita en Oslo.
Los puentes de la historia colombiana de los últimos años serán reconstruidos, en silencio, por los ingenieros y los trabajadores de la madrugada. No olvidemos la frase popular: “nunca es más oscura la noche que una hora antes del amanecer”.