Por: Jaime Jaramillo Panesso
Muchos analistas y escritores han hablado de la diáspora antioqueña. No es de hoy cuando vemos familias enteras que han emigrado a los Estados Unidos o a Europa. Quizás esa sea una de las características naturales del antioqueño. Su origen de ella es la estrechez económica para desenvolver sus capacidades personales y también un elemento de la cultura heredada del antiguo español que algo llevamos en las venas. ¿Acaso, por ejemplo, no hemos visto viajar allende el mar a los gallegos y asturianos? Pero la diáspora antioqueña tiene un momento cumbre: la colonización antioqueña del siglo antepasado. Ella es toda una gesta que fijó algunos de los valores del antioqueño de hoy: trabajo, disciplina social, familias verticalistas integradas, imaginación literaria y humorismo, regionalismo. Cada una de estas variables se mueve de manera distinta a lo largo de la historia que podría tener un modelo: Fermín López.
Las migraciones interiores del paisa datan desde el siglo dieciocho cuando los habitantes pobres o aventureros de Marinilla y Rionegro se lanzan a conquistar otras áreas de la cordillera central y ocupan los valles del alto Sonsón, municipio que se fundó a comienzos del siglo diecinueve y a donde llegó Fermín López hacia 1804. Su familia paterna estuvo empadronada en Rionegro. Desde Sonsón, como muchos otros colonizadores de la montaña y de la selva fue seducido por las historias sobre tierras fértiles e inmensas situadas al sur. Con Sebastián de las Gracias y con las imaginarias figuras de la mitología antioqueña, que casi siempre están ancladas al monte y las riberas de los ríos, Fermín López funda con su hermano Antonio a Salamina. Pero tendrá que marcharse porque en los litigios sobre la propiedad de los grandes latifundios, antiguas concesiones, algunas venidas desde Colonia, un tribunal decide que esas son tierras de la sociedad “González, Salazar y Cía”.
Con sus hijos, sobrinos y hermanos. Con sus aperos, hachas y muleras. Con sus angustias y esperanzas. Con sus calillas y yesqueros, Fermín López llega hasta el río Chinchiná. Acampa y vive por otros meses. Pero el espanto de la propiedad privada lo persigue, así aquellas tierras no estén cultivadas y menos desmontadas. De nuevo, con respeto por la ley, se va más al sur, hasta Cartago, en una marcha familiar durante cinco años. Pero cuando pasan el río Chinchiná, como en una especie criolla y épica de Balboa, exclaman: “Ahora somos libres”. ¿Qué significaba aquel grito de liberación social? Que podían tener tierras propias para trabajar, sin el acoso de los latifundistas. Esa es la más importante enseñanza de la gesta antioqueña que los grandes propietarios del presente no han entendido cien años después. ¿Puede un pueblo ser pujante y feliz cuando a los trabajadores del campo se les expulsa de la tierra y se les niega la propiedad del suelo para sobrevivir y aportar lo más importante del ser humano, después del amor, como es el trabajo?.
Octogenario ya, Fermín López también funda a Santa Rosa de Cabal, abre caminos a los exploradores del Quindío y del norte del Valle del Cauca. No huyó de la justicia, sino de la injusticia. Hachero de aquel entonces, López y todos los colonizadores antioqueños que refundaron nuestra sociedad en Pácora, Aguadas, Neira, Manizales o Sevilla, nos muestran el papel del trabajo en la afirmación de la familia y de la sociedad antioqueña. El poderoso impulso del individualismo constructivo, hasta llegar por una ética colectiva a respetar el derecho escrito, nos indica que el derecho también se construye a partir de nuevos hechos. No hay que olvidar que Sonsón estuvo en tierras de la familia Villegas y la Corona española concedió autorización para poblarlas porque los pobres no tenían tierras y los propietarios inscritos no las cultivaban. Algo similar sucedió en Abejorral, donde también los Villegas eran dueños.
No fueron pocos los pleitos por tierras que resultaron de la necesidad de los colonos antioqueños y los antiguos propietarios que traían títulos desde la Colonia. La República resolvió algunos obligando la creación de una nueva clase media de propietarios que sirvió de asiento a una democratización de la propiedad. Los conflictos por la tierra alimentan las guerras y acicatean las diásporas. Aquel cuento de un antioqueño alquilando camellos en Egipto al pie de una de las pirámides, no pasa de ser un buen cuento. Pero es un cuento que no se traga Fermín López.