Por: Alfaro Martín García

Finalizando el año anterior y a comienzos del año en curso, se empezaron a escuchar voces de preocupación ante el aumento inusitado de la violencia, expresada en homicidios, hurtos, enfrentamientos entre bandas  y riñas callejeras, entre otras formas.  Acompañando todo este panorama oscuro y sombrío, se empezaron a distribuir en diferentes municipios, barrios y poblados del departamento de Antioquia, una serie de panfletos intimidatorios y/o amenazantes, donde de una forma frentera se daban instrucciones a los padres de familia para que no permitieran que sus hijos deambularan por las calles a altas horas de la noche; en algunas ocasiones estos panfletos iban acompañados de una lista de personas a ejecutar.

 

Frente a estos hechos, y de forma inmediata, las autoridades civiles y militares subestimaron las amenazas invitando a los ciudadanos a no reproducir los pasquines y menos a creer en su contenido.  Lo que parecía mentira, poco a poco se fue volviendo realidad, fue así como los homicidios, atracos y enfrentamientos entre bandas se volvieron parte de la cotidianidad, hasta tal punto que las autoridades no tuvieron más que aceptar la realidad; y… volvió la violencia, dejando en el ambiente la idea que esa paz reinante por algunos años era una paz pactada y negociada, mas no auténtica.

La violencia citadina lleva inmersa la disputa por las plazas de vicio y por ende,  la lucha por el territorio.  De manera brusca y aguerrida, se empieza a impedir el paso por algunas calles o caminos, cuyos dueños aseguran asesinar a quien intente desafiarlos cruzando por allí; los de arriba y los de abajo volvieron a hacer parte de ese lenguaje que divide la ciudad y legitima el asentamiento de guetos urbanos, del que sólo hacen parte los que se parecen o comulgan con las mismas ideas; los demás son enemigos.  A lo anterior hay que sumarle la intolerancia ciudadana, ya que ante el más mínimo desacuerdo se desata una riña callejera; las últimas cifras publicadas en diferentes medios de comunicación así lo demuestran.  Se percibe con facilidad el ocultamiento de la realidad, mientras las autoridades niegan todo, las balaceras al igual que los murmullos o comentarios entre vecinos, hacen eco de una violencia difícil de ocultar.

La violencia no se acaba firmando documentos o con medidas inocuas como la del parrillero en las motos; los últimos hechos violentos registrados en la ciudad de Medellín se han realizado desde automóviles o a pie.  Igualmente, el ruido ensordecedor  de las balas no se escucha, ya que la sofisticación del armamento con silenciador es utilizado con el fin de hacer menos escándalo y poder escapar con mayor facilidad.  Si la violencia ha vuelto y es inocultable, ¿dónde están y qué están haciendo los organismos de control y cuidado de los derechos humanos como la personería y otras entidades?

Lo importante ahora, es no quedarse en las lamentaciones o reconstrucción de escenas violentas, lo primordial es emprender tareas y reconstruir el tejido social, brindándole a todos estos jóvenes oportunidades laborales o académicas; claro está, que no faltan quienes aducen que estos jóvenes no quieren nada y que lo único que saben hacer es matar.  Frente a la frialdad de dichos argumentos, debe saberse que muchos de ellos ante la falta de oportunidades no han tenido otra alternativa que acudir al hurto como medio de subsistencia; ante el asomo de hechos o situaciones provocadoras del desorden,  cabe hacerse la pregunta: ¿la pobreza genera violencia o la violencia genera pobreza?