Por: Gustavo Salazar Pineda
Los economistas de otros tiempos no tenían entre sus análisis y predicciones más que el capital y el trabajo como fuentes de desarrollo y buen vivir de una sociedad. Muy pocos aludían a otros aspectos personales, intelectuales como fuente de ingreso de hombres y mujeres. El capitalismo y el socialismo pregonaron que el trabajo unido al capital empresarial era el motor económico de las naciones y de allí que quien tuviera uno y otro era un privilegiado. Los dueños del capital y los obreros han sentado las bases del capitalismo moderno. Ciertos expertos de la economía mundial actual afirman que la belleza, la inteligencia y el carisma en las personas representan bienes de gran valor. La prueba indiscutible de que estas cualidades son bienes de enorme repercusión económica está en que los ricos y famosos acceden a casarse con una mujer bella y despampanante, mediando el trueque dinero por atractivo personal. Los monarcas y presidentes millonarios en la historia han sido promiscuos y proclives a tener varias esposas, incluyendo mujeres que como Catalina de Rusia, saben que el dinero y el poder son fácilmente intercambiables por atributos físicos e intelectuales. Los emperadores chinos, los reyes ingleses y franceses se han divertido con sus harenes y múltiples amantes. En esto los han emulado los cantantes estrella, pródigos en tener jóvenes y bellas mujeres para su diversión; Silvio Berlusconi y sus fiestas bunga-bunga en Italia, nos recuerdan que el dinero y la belleza suelen ser buenos aliados. Desde la década delos 80 cuando se estrenó la serie Dinastía, la televisión nos enseñó que ser Carrington millonario y atractivo era señal de éxito con las mujeres más hermosas y apetecibles. Quizá no exista una mujer que en el mundo que haya batido el récord, aparentemente inigualable, de contar en su vida con ocho matrimonios o uniones conyugales, si en la serie Dinastía, Alexis Carrington simbolizaba la mujer sensual, coqueta, irresistible y malvada, la mujer trepadora sexual que pocos nos atrevemos a comprender y defender, Elizabeth Taylor, se lleva por completo las marcas por amplio margen, el título de devoradora de fortunas y de hombres. Tal vez no exista en la historia mundial reciente una mujer que haya utilizado tanto sus atractivos personales, su belleza, su encanto y también su maldad y perversidad para hacerse a tantos maridos como suculentas cuentas bancarias derivadas de sus nupcias con hombres multimillonarios como el de la Taylor.
Las mujeres de clase baja y muchas de la media la tienen difícil para acceder a un matrimonio con lo que la sociedad llama buen partido; para conquistar un multimillonario el trabajo es arduo, difícil y hasta imposible. Puede ser que algunas conociendo la historia de mis Taylor aprendan el difícil y criticado arte de apreciar la belleza, la energía sexual y de paso las ardides del bello sexo para atrapar en sus redes a incautos y necesitados hombres de una mujer bella a su lado. Ocho maridos y amantes tuvo la insaciable Liz y se dió el lujo de serle infiel a todos y con excepción de un fontanero que llegó ser su marido, de todos adquirió millones a título de ganancias de la sociedad marital o a manera de herencia. Doña Liz sí sabía para qué sirve ser bella, coqueta, sensual, irresistible y malvada. De ella los hombres se enamoraban por sus bellos ojos, pero más que sus ojos, tenía el don de atrapar entre sus redes a los más elegantes y poderosos hombres de su tiempo. Utilizó la treta que las mujeres más odian consistente en quitarle el marido a una amiga, lo hizo con Derby Reynolds. No había llegado a la mayoría de edad cuando se casó con Howard Hughes, pero tal como lo relata amenamente la escritora argentina, María Isabel Sánchez, no importando su prematura edad tenía puestos los ojos color violeta en Conrad Hilton, millonario magante hotelero, abuelo de la bella y díscola París, a quien dicho sea de paso, la sagacidad, astucia e inteligencia le han permitido sacarle provecho económico a su juventud, su pedigrí social y su belleza y que por dama irreverente, atrevida y contestataria, sabe ganar muchos millones a los muchos que ya tiene. A los 18 años ya sumaba su segundo matrimonio, el amor eterno que le juró a su nuevo y poderoso compañero sentimental duró dos meses, algo insólito para la sociedad y la época en la que vivía la aquí descrita como emblema de la mujer caza fortunas, sin que por ello, se recuerda, sea censurada. Otro marido de la Taylor, con quien tuvo sus hijos Michael y Cristopher, fue Michael Wilding, de él se separó y tan solo una semana después se casaba de nuevo en el balneario famoso de Acapulco, México, con Michael Todd; un accidente aéreo la convirtió en viuda. Poco después le dio el sí al cantante Eddie Fisher, hubo escándalo de por medio pues el difunto Todd y el nuevo esposo eran amigos y este último era casado con otra amiga, Debby Rey, con lo cual se confirma que a veces suelen las mujeres quedarse sin amigos y sin marido por culpa de su antes confidente. En la vida de Liz apareció el actor Richard Burton, quien previamente abandonar a su esposa Sybill William, se unió en vínculo matrimonial y de paso se hizo célebre en el mundo por su famosa película Cleopatra, filmada en Roma. Se afirma que Burton fue el único hombre al que la veleidosa mujer de mirada cautivadora amó, el cual la colmó de regalos, la hizo sentir una reina y por ello lo amó más que a los demás; de manera insólita se separó y se volvió a casar con el mismo Burton. El sétimo hombre que sucumbió ante la apasionada y sensual Liz Taylor, fue el político norteamericano John Warner, que como buen político hizo infeliz a doña Liz. Tuvo un intento de casamiento con un abogado mexicano, pero naturalmente el jurista se le esfumó antes de la boda. Por enfermedad adictiva al alcohol fue internada en una famosa clínica norteamericana donde encontró otro beodo, el albañil y fontanero Larry Fortensky, con quien se casó, pero su octavo matrimonio terminó en divorcio.
Esta historia confirma que la riqueza casi siempre masculina y el poder igualmente viril compran belleza, encanto y sensualidad.