Por: Luis Bernardo Vélez
Las opiniones expresadas en esta columna, son responsabilidad de su autor
Cada que es necesario mencionar algo positivo de nuestro Estado, decimos que Colombia es una democracia antigua y consolidada. Parece cierto. Si nos hacemos los de la vista gorda con el periodo de la dictadura encabezada por Rojas Pinilla y si hacemos un esfuerzo por reducir el concepto democracia a unas elecciones periódicas.
Consuelo vano: la realidad indica que Colombia nunca ha sido un Estado moderno, menos una democracia verdadera. Las pasadas elecciones indican que esa reducidísima concepción que permite afirmar que “Colombia es la democracia más antigua del continente”, está sustentada en un sistema electoral tan defectuoso como folclórico.
Cerca de 11 de cada 100 personas que tenían un candidato y que fueron a votar no pudieron expresar su voluntad ciudadana. Esa voluntad fue nula, como nulo fue el voto que depositaron en la urna. ¿Por qué motivo? La complicada organización de los tarjetones electorales. Tan ardua era esa disposición que hasta los jurados más abnegados se vieron a gatas haciendo los conteos. Lo que debió ser simple, fue un galimatías de partidos, circunscripciones, consultas, candidatos, números y logos.
La Registraduría Nacional del Estado Civil, que desde hace por lo menos dos décadas había cumplido a cabalidad sus funciones en las elecciones, el pasado domingo fue lenta, confundida, errática, equivocada. Por hoy y por muchos meses más será la protagonista de un escándalo de 77 mil millones de pesos, por intentar inventar lo que, francamente, ya estaba inventado: el procesamiento de los datos salidos de cada urna.
Además de estos problemas organizativos, se pudo constatar que graves vicios del ejercicio político de las últimas décadas se mantienen no sólo en Antioquia, sino en la mayoría del territorio nacional: compra de votos, violación de topes en campañas electorales, la elección de candidatos que representan una continuidad con la llamada parapolítica, y quizás no valga la pena hacer más larga esta lista de tristezas.
Nuevamente lloramos sobre la leche derramada. Los nuevos congresistas en general representan los intereses de siempre, los defectos de siempre. Sin embargo hay también un espacio para la esperanza. Entre tantos problemas y la polarización del país, aparecen nombres y propuestas que prometen que el cambio es posible, que un panorama potencialmente mejor no es un sueño al que se deba renunciar.
Son esos congresistas los que deben poner en sus agendas el llamado urgente para avanzar en la depuración y modernización del sistema electoral. Ese sería el primer reto para medir la verdad de sus intenciones y su compromiso real con los electores que ven en ellos una posibilidad de renovación.
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