Por: Jaime A. Fajardo Landaeta

Nos preguntamos por el significado de la actitud y la manera de comportarse de muchas comunidades víctimas del conflicto armando en Colombia: notamos que conviven, aceptan, tranquilamente con manifestaciones de ilegalidad como el narcotráfico y el crimen organizado, a tiempo que apoyan la institucionalidad. En otras palabras, respaldan con entusiasmo la seguridad democrática pero entran connivencia con el accionar delictivo en general. Unas veces por miedo, otras porque “toca”, pero la mayorías de las veces por la articulación que existe entre legalidad e ilegalidad que caracteriza nuestro modelo democrático.

¿Qué ha sucedido para que en regiones flageladas por los grupos ilegales se asuma como normal la cultura de la ilegalidad? ¿Para que acaten a los pillos, a tiempo que acuden a las autoridades para solucionar conflictos sociales, exigir ciertos subsidios o resolver algunos asuntos administrativos?

 

En las pasadas elecciones pudimos observar cómo estos pobladores salían a votar casi masivamente, pero persisten en cultivar relaciones con la delincuencia o al menos en aceptar su accionar. Así que la democracia se articula -según su parecer- con los entramados ilegales.

Pero lo más llamativo es que algunas autoridades civiles y militares nos quieren hacer creer que son ellas las que mantienen el dominio en tales territorios. Entonces detallan las capturas, las bajas producidas, la droga incautada o los activos producto del accionar delictivo que decomisan, tratando de justificar su presencia mientras tales grupos y comunidades conviven, ó se acostumbraron, sin más ni más: fenómeno inexplicable.

En tales escenarios el narcotráfico comienza la cadena del negocio, cadena que nunca se sabe en qué termina. Es decir, la droga se ha articulado en miles de formas a diversos negocios legales e ilegales, al extremo que muchas comunidades dependen económicamente de su trasiego, aunque no necesariamente hagan parte del mismo.

Creemos que todo este fenómeno se da porque no existe una clara política pública para atender los asuntos del posconflicto, en medio de la existencia del conflicto armado, o de la convivencia ciudadana, y cada vez los factores del conflicto se reproducen en escala distinta, o al menos perviven muchas de las circunstancias que hicieron posible la confrontación y que no desaparecen por la sola sustitución de los grupos ilegales o sus cabecillas.

Pareciera que al Estado y al Gobierno poco les interesa estructurar un manejo para el posconflicto. Se cree erróneamente que con decisiones y políticas coyunturales basta para detener estos comportamientos ciudadanos, olvidando los análisis que demuestran que la ilegalidad se ha convertido en costumbre ya muy arraigada.

Si bien es importante ofrecer apoyo a la justicia y al nombramiento de jueces de garantías, resulta evidente que estos no podrán obrar por encima de la Constitución y de la Ley, y mucho menos acabar con esos “valores” sociales engendrados por un conflicto que ya parece sempiterno.

 

La sociedad en su conjunto debe hacer un análisis minucioso de la reproducción de los ciclos del conflicto en las regiones, el mismo que no se resuelve con la desmovilización de algunos grupos ilegales, con ciertas reinserciones, ni con mayor presencia de fuerza pública, o con decisiones que se toman al margen de las realidades locales. O se montan los procesos que recojan el espíritu del Estado de Derecho o la delincuencia mantendrá el terreno abonado para su accionar, sin que logremos consolidar la vigencia de la institucionalidad en dichos