Por: Rubén Darío Barrientos

Por pura ley de probabilidades, en el hogar de un político alguien del clan familiar termina picado por el bicho de la política. Lo mismo acontece en la casa de un médico y en la de un abogado, frente a esas profesiones. Y en la de un periodista y en la de un ingeniero. Y en la de un músico y en la de un deportista. ¿Por qué, entonces, baldonar tanto a los delfines? El delfinazgo no se puede prohibir, porque no existen inhabilidades por apellido. Resulta inteligible, por ejemplo, que un galeno que está intrigando una plaza del rural para su hijo médico (en el propio hospital donde labora), critique ácidamente al político que busca que su hijo se abra un espacio en la política. Hacen lo mismo.

En las elecciones presidenciales de Colombia, para el periodo 1974-1978, todos los candidatos eran hijos de expresidentes: Alfonso López Michelsen, Álvaro Gómez Hurtado y María Eugenia Rojas. En general, de los 28 presidentes del siglo pasado en nuestro país, 9 tenían vínculos de consanguinidad con algún antecesor en el cargo. Los Ospinas y Mallarinos, han puesto tres presidentes y los López, Pastranas, Mosqueras y Lleras, han sumado 2 mandatarios cada uno. En los Estados Unidos, de los 43 presidentes últimos, 4 son hijos de expresidentes. Y allí flamean las banderas apellidísticas, con los Kennedy y los Bush a la vanguardia.

Al Congreso 2014, aspiran en Colombia, entre otros: Ángela Garzón (hija de Angelino Garzón), Eduardo Andrés Garzón (hijo de Lucho Garzón), Juan Luis Castro (hijo de Piedad Córdoba), Santiago Valencia (hijo de Fabio Valencia), Alfredo Ramos (hijo de Luis Alfredo Ramos) y Fernando Nicolás Araújo (hijo de Fernando Araújo). Son quintaesencia de las dinastías. Son la muestra fehaciente de que la política es intrínsecamente familiar. Ellos sienten que los progenitores les allanan los caminos y todos saltan a la arena con ventaja cardinal, porque muchos los votan por el reconocimiento de los apellidos, más que de los programas.

 

Velis nolis, el apellido sirve para llegar pero no alcanza para mantenerse (permanecer). Y también adherimos a la frase de Simón Gaviria, acerca de que “los delfines heredan los enemigos políticos del papá o de la mamá”. Decía un politólogo que “unos heredan el carisma, otros la maquinaria y otros la ambición”. Y aquí hallamos los eventuales vicios de algunos delfines: untarse, contagiarse, aprender y aplicar prácticas non sanctas en la política. No se les puede zaherir por ser hijos de… ni por ser vos quien sois, sino por exhibir malas maneras que desacreditan el linaje y la política. Independientemente de tener un apellido político o de una cuna dorada, se les juzga duramente. Y muchos dan papaya.

La democracia hereditaria, es irrefutable: A Juan Manuel Galán le mataron al papá y ahí está obseso en la política; a Rodrigo Lara, también le asesinaron a su padre, y marcha en los caminos inacabados de la política; a Iván Cepeda, también le eliminaron a su progenitor, y ahí está fogoso en el terreno político. Para Iván Garzón Vallejo, “el delfinazgo es el ámbito cerrado de las élites”. Santiago Pastrana quiere emular a sus familiares y un nuevo hijo Char, se abre camino. La política es un virus que suma elementos de juicio a la concentración de poder. En un cambio de frente, digamos que también hay delfines empresariales: Santodomingos, Sarmientosangulos y Ardilaslulles.

El periodismo sí que incuba delfines: Santos, Canos, Caballeros, Samperes. Yamid Amat tiene su heredero y Hernán Peláez hace lo propio. No se peca por delfín sino por venal o mediocre. No se critica por la incursión política sino por la politiquera. Bienvenidos los delfines decentes, aquellos que se apropian de los temas con responsabilidad manifiesta. Y abajo los delfines que navegan aguas turbias, ora por genética, ora por sucesión magra, siempre por ser inferiores al escenario nacional que los elige.