Por: Gustavo Salazar Pineda
Durante algunos meses he disertado sobre las mínimas normas que rigen la alegría de existir y la buena vida sobre diferentes tópicos de la existencia del hombre. Otras personas más documentadas sobre la temática fundamentan el arte del vivir bien en las provechosas enseñanzas de las culturas sánscrita, pali, mesopotámica, china, griega e india, que invitan a hombres y mujeres a vivir sus vidas de la mejor manera posible y revestidas de sabiduría, alta espiritualidad y una serenidad y tranquilidad profundas.
Construir para nosotros una vida superior, creativa y renovada cada día y procurar limitarnos a vivir para la mera subsistencia son las ideas centrales sobre las que he reflexionado en muchas semanas. Una vida llena de belleza, armonía y felicidad es la que anhelamos todos en esta tierra; realizar y ejecutar las acciones que conduzcan a tal fin es lo complejo y difícil; somos criaturas frágiles y llenas de debilidades sometidas a los dictados de la sociedad, la familia, los educadores y los grises moralistas que no admiten ni perdonan que otros se la pasen bien y den plena satisfacción a sus gustos, deseos y nobles pasiones humanas. La gran tragedia nuestra consiste, principalmente, que erróneamente creemos que solo vinimos a este mundo a subsistir, a vivir únicamente pensando en la manutención nuestra y la de nuestros parientes más cercanos, cuando la misión del hombre sobre la tierra es ser, trascender y elevarse por sobre aquellas vidas meramente animales.
Víctimas como somos de una instrucción tecnológica, industrializada y utilitarista caemos casi todos en un arribismo extremo ejercitado por padres de familia que hacen ingentes esfuerzos para pagar colegios costosísimos y universidades elitistas e inalcanzables de sus hijos para quien gana un miserable sueldo mínimo, los que a su vez presumen ante otros de ser educados en claustros aristocráticos, creyéndose siempre superiores al vecino y subestimando formas de educación autodidacta que a veces son más fructíferas que las convencionales. Arribismo hay en la mujer que no pudiendo darse una vida de lujo vive angustiadamente endeudada para pagar su vida falsa de oropel. Millones son los que por seguir la moda y estar al día en tendencias en el vestir gastan cantidades grandes de dinero con el solo propósito de aparentar tener lo que no tienen. También hombres abundan que realizan gastos por encima de su capacidad de consumo y de endeudamiento, adquiriendo automóviles que les brinda un status social aparente que sobrepasa el límite de sus recursos económicos. En esta sociedad policlasista el pobre quiere vivir como el rico y este pretende superar el estilo de vida de los multimillonarios, todos miran adelante en la fila social, pero pocos recurren al retrovisor para observar al inmensa mayoría de individuos que están detrás de nosotros en la escala social. En Hispanoamérica vivimos con el complejo de la doctoritis y pensamos equivocadamente que si no tenemos un diploma o un título y varias especializaciones somos unos fracasados. La estratificación social patrocinada por empresas de servicios contribuye a promocionar un arribismo social estúpido del que hiciera profundo análisis el psicólogo argentino, Juan José Sebreli, con la sociedad bonaerense de hace medio siglo.
La manía obsesiva de muchos comerciantes de atesorar dinero y tener posesiones en cantidades, además de reflejar un complejo de inferioridad y un alma vacía, es una forma de arribismo en un conglomerado que le rinde culto al becerro de oro. Los que gustan de poseer cosas materiales, de las que terminan siendo esclavos, son por regla general egoístas, poco solidarios, nada generosos con el prójimo. Nuestra civilización es suicida y lleva a muchos a vivir a flor de piel y a morir frustrados e insatisfechos, que es la peor desgracia de hombres y mujeres. A nuestra sociedad no le interesa ni la inteligencia, ni el arte, ni la espiritualidad, ni las letras, ni nada de lo que signifique una vida mejor y plena, por ello es que abundan los arribistas y tienden a desaparecer los auténticos ejemplares de la estirpe humana como los hubo en otros tiempos. La educación primaria, secundaria y universitaria, contadas unas pocas excepciones, son barnices y ungüentos superficiales del conocimiento y en lo humano y espiritual somos unos analfabetas de la vida; vivimos para el tener y no para el ser; a la riqueza y al tener le rendimos pleitesía que no merecen; en nuestro arribismo valoramos lo material y menospreciamos lo espiritual, lo esencialmente humano. El buen vivir riñe con el enfermizo y cada vez más notorio arribismo de hombres y mujeres que nos torna ansiosos y menoscaba nuestras vidas.