Por: Gustavo Salazar Pineda
No obstante ser la autoestima una necesidad básica del ser humano, un derecho natural de toda criatura racional viviente, ella fue despreciada en épocas pretéritas y actualmente no se le da la importancia y muchos escritores creen que se adquiere mirándose en un espejo y repitiendo frases mecánicas nos alentamos a nosotros diciéndonos que somos bellos, inteligentes o grandes seres humanos. La autoestima es un corroborante de la mente y del espíritu que nos mueve a sentirnos únicos e irrepetibles, capaces de vivir una vida alegre y con gran sentido y cuando nos trazamos metas confiamos en obtener buenos resultados. Creerse ganador, sentirse entusiasta, no desfallecer ante obstáculos normales es la conducta de quien tiene buena autoestima. Confiar en nuestra capacidad de emprendimiento y enfrentarnos a los desafíos normales de la vida es el sello que caracteriza al entusiasta, al que tiene buena estima de sí mismo y se tiene la valía que todos debemos tener.
Difícil sí resulta tener altos niveles de autoestima en una sociedad que ha sido construida sobre la base de sentimientos de inferioridad, especialmente para las mujeres, pero que también afecta los varones. La religión católica, que es la que en su mayoría rige las conductas de millones de personas, menosprecia a cada individuo hasta el punto de convertirlo en un mero juguete monitoreado por el Dios del cristianismo, desfiguración y tergiversación de la doctrina de Jesús bien distinta a la concebida en la biblia y predicada a los feligreses por los sacerdotes, obispos y papas en todo el mundo. Pecadores y aspirantes al fuego eterno nos consideran el cristianismo, manchados del pecado original y criaturas tentadas por el demonio, es el concepto que la iglesia católica tiene de sus adeptos, lo que evidencia un desprecio enorme por la autoestima de hombres y mujeres.
Débiles de mente es lo que forman las religiones y en especial la cristiana. Neuróticos, psicópatas y candidatos al suicidio es lo que fabrican las diferentes concepciones religiosas, dentro de las cuales la musulmana sobresale sobre las demás. El sentimiento de inferioridad al que ha sometido el catolicismo a sus feligreses mujeres, es innegable; se les ha prohibido ejercer el sacerdocio, se les tiene como demonios tentadores con su carne del hombre. Cultura anti femenina pregonada en los púlpitos y altares, hogares y otras instituciones sociales; en suma, un arsenal utilizado contra las mujeres y en menor grado contra los hombres. Las mujeres de 30 ó 35 años eran consideradas antaño indignas del amor y de conseguir pareja, millones languidecieron y murieron por causa de una cultura patriarcal, machista y radicalmente misógina o enemiga de la mujer. Todavía, sobre todo en las áreas rurales, quedan rezagos de este sentimiento de inferioridad alimentado en el género femenino. El elogio y la crítica son los elementos que potencian o menguan la autoestima de las personas.
En épocas pasadas no existían los elogios ni el reconocimiento expreso para los hijos, no se daba el comportamiento tan necesario para el niño de recibir afecto, reconocimiento y elogio de sus padres. En los tiempos que vivimos del siglo XXI se pasó al extremo y el elogio, el refuerzo de la conducta y la motivación personal hacia los hijos, se sobrevalora, se dimensiona en exceso las cualidades de los mismos.
Cualquiera de los dos extremos es dañino y vicioso dado que, como lo enseñan los griegos, el término medio es la fórmula adecuada. Los psicólogos aconsejan no devaluar al infante, como lo hacían los padres de antes, ignorarlos y considerarlos ineptos y brutos, prédica repetida por educadores y propenden, al contrario, por elogiar mesuradamente a los párvulos. El elogio exagerado es inadecuado, el que aplican muchos padres modernos de considerar a sus hijos más sabios, unos bellos ejemplares de la raza humana, unos superdotados. Los niños de antes, para ser considerados buenos y modélicos, debían permanecer inmóviles y en silencio; actualmente se evalúan mejor los avispados, alegres y dinámicos.
La obediencia irracional al maestro o a los padres, la aceptación mecánica hacia el mandato de los superiores, es cosa del pasado, el hijo y el niño en general merece respeto y libertad de mente. El problema radica en que los papeles o roles se invirtieron y ellos, los menores o infantes, son los reyezuelos, los dictadores, los impositores de ideas, conceptos y actitudes dentro de la familias. Replantear la forma de elogiar y criticar a los hijos es un imperativo para adecuar las conductas de autoestima de las mujeres y hombres de hoy y del mañana.