Por: Edwin Alejandro Franco Santamaría
Colombia es un país en el que siempre la Administración de Justicia dará de qué hablar, lo cual no es extraño y por el contrario se torna normal si se tiene en cuenta, sobre todo en las últimas décadas, que los problemas que están sometidos a su decisión no son de poca monta y son, en ocasiones, determinantes para el presente o el futuro de la nación, piénsese solamente en la reforma que permitió la reelección inmediata presidencial, en su momento avalada por la Corte Constitucional y recientemente abolida por el Congreso de la República, que seguramente gozará de bendición por la misma corporación judicial.
Dió de qué hablar hace 30 años con la toma del Palacio de Justicia y la brutal retoma por parte de las Fuerzas Armadas, que a propósito se conmemoran por estos días 30 años de este fatal acontecimiento. Dicen algunos que desde este acontecimiento la Justicia no se para, que desde aquí vienen muchos de sus males endémicos.
Con la expedición de la Constitución de 1991 vinieron algunas novedades en materia de Justicia: se creó una Fiscalía General de la Nación, el tristemente célebre Consejo Superior de la Judicatura, se le asignaron funciones electorales a las Cortes. En su momento esto dió de qué hablar y como se imaginarán fueron positivos los comentarios
El asunto con algunos de los máximos representantes de la rama jurisdiccional es que ya no se expresan solo mediante sus decisiones judiciales, sino que han incursionado en la escena política con un protagonismo tal propio de quienes están dedicados a esta actividad. Y obviamente, esto ha dado de qué hablar.
Se ha conocido en las últimas semanas, a propósito que el ex ministro de la Protección social del gobierno de Uribe, Diego Palacio Betancuort, interpuso una acción de tutela para tumbar la condena que en su contra emitió la Sala Penal de la Corte Suprema, hasta dónde fue capaz de llegar la Corte, y no sólo la Sala Penal, para hacer frente a los ataques del ejecutivo, que la dejan muy mal parada.
De las pruebas aportadas por el ex ministro, hacen parte unas interceptaciones ilegales, cuya contrariedad con el ordenamiento jurídico nadie discute y por ende no tendrán el valor probatorio que muchos desearían, pero lo que se ha conocido no se compadece con las funciones que constitucional y legalmente debe cumplir el máximo tribunal de la justicia ordinaria.
Que la investigación y posterior juzgamiento del ahora tutelante y de otros miembros del gobierno de Uribe debía hacerse en “legítima defensa”, “actuando como cuerpo” y por razones de “conveniencia política”, son entre otras algunas de las expresiones que se dice contienen las ilícitas interceptaciones. Los interlocutores, debidamente identificados, que han sido buscados por algunos medios de comunicación para que rindan las esperadas, necesarias y correspondientes explicaciones, han dicho que nada recuerdan (en una actitud propia de algunos políticos); y como es apenas natural, esto ha dado y dará bastante de qué hablar. Sin ser suspicaces, está abierto el debate (hace tiempo lo está, pero por obvias razones, ahora más) de qué tanta imparcialidad, principal atributo de un juez, gozaron los justiciables en manos de las víctimas (la Corte) y ahora que se sabe que había reuniones en el sentido de determinar cómo debían adelantarse los juicios. Muy mal para la Corte de esta época que en su actitud claramente hizo oposición política y nada más y nada menos que mediante decisiones judiciales y a costa de la inocencia y libertad, sino de todos los ex funcionarios de Uribe, sí de algunos.