Por: John Fernando Restrepo Tamayo
Con ocasión de la puesta en práctica de los alcances constitucionales, empezaron a correr múltiples acciones de tutela contra instituciones educativas por ejecutar sanciones, conforme al Manual de convivencia, contra aquellos alumnos que usaban aretes, se pintaban el pelo, alumnas embarazadas, exceso de pestañina, color en las uñas o ruedo alto.
Para cada caso concreto, la Corte Constitucional, ha trazado una ruta novedosa. Peligrosa si se quiere. Pero muy coherente con una nueva manera de entender la educación y los valores sociales. Se hizo del lado de la libertad. Y confió su suerte en el uso responsable de ésta. Difícil de asumir en todas sus dimensiones, pero permitió menos hipocresía, relaciones más horizontales y autonomía en favor de cada sujeto. Permitió que cada quien optara por descubrirse y asumir su identidad de una manera no convencional. Para muchos, esas Sentencias empezaron a tejer el inicio del fin. El desarrollo de la animalidad, recalcaban los sabios juristas inspirados en el Code.
Para otros, ese camino abría una puerta necesaria. Una manera de pensar la educación como posibilidad de aprender a vivir con el otro. Asumir a quien es, piensa y se comporta de manera diferente. Ese solo aprendizaje, justifica que un salón de clase consuma tanta parte de nuestra vida. Educar para vivir del lado de lo diverso representa el fin de prácticas de exclusión y de rechazo. De ahí los sanatorios, los hospitales y las cárceles. De ahí el miedo y la propaganda contra el terrorismo. Todo lo que nos es diferente nos espanta, se sataniza y se calcina. Y el hecho de que así nos lo hayan enseñado no significa que sea constitucional.
Así lo ha entendido la Corte Constitucional. Y debe recordarlo justo cuando asume un nuevo reto. Pues ya no hablamos de estudiantes con algún tropiezo disciplinario. Hablamos de un docente. Un ser humano que se permite el espacio de sentir que su estructura fisiológica no se corresponde con su identidad y lo hace público. En su proceso de identidad, decide parecerse más a aquello que siente ser y pronto ha de someterse a una cirugía de cambio de sexo.
Semejante información genera un caos social. Los padres de familia reclaman el derecho a que sus hijos no sean confundidos y, en medio de exigencia, aseguran el traslado del docente. La Secretaría de educación propone: “Separarlo de la plaza docente y asegurar la integridad de sus derechos.” Esa frase es en sí misma una contradicción. Separar a un profesor de una plaza a la que ha accedido mediante concurso, por su sexualidad, significa una violación del derecho al trabajo, a la no discriminación, a la dignidad, al buen nombre, a la honra y al libre desarrollo de la personalidad. Negar estos derechos es negar al ser. Pues, como bien decía Kelsen, un ser por sí mismo es ya un sujeto de derechos. Un sujeto con derechos. Y la naturaleza de esos derechos, no depende de los agitados reclamos de los padres de familia, que nos confunden a todos, pidiendo que sus hijos no sean confundidos.