Por: Gustavo Salazar Pineda
Confieso en esta columna que padezco una especie de obsesión por el más grande de todos los artes, el arte supremo y noble de la buena vida. Quizá contribuya a ello el hecho de ser conciudadano y paisano de millonarios comerciantes de nuestra natal población de El Santuario, comarca que alberga en la Colombia actual un conjunto de nuevos ricos, casi todos ellos dedicados exclusivamente a hacer enormes fortunas, pero que con contadas excepciones, disfrutan los miles de millones que en propiedades y en efectivo representan sus grandes patrimonios. También pude conocer de niño un anciano millonario que atesoraba dinero por montones mientras parecía un mendigo y del que se decía nunca se casó pretextando que las mujeres gastaban mucho.
Nada más me ha motivado en esta vida que adquirir dinero para disfrutarlo, gastarlo y exprimir de él los beneficios que conllevan a una excelente calidad de vida. Hago referencia a mi obsesión por cuanto que igualmente miles de personas no pueden tener una vida digna porque desafortunadamente nacieron y crecieron en una sociedad desigual e inequitativa como la nuestra y la élite que detenta la riqueza en nuestro país en su inmensa mayoría utiliza el dinero para acumular más y satisfacer el ego de ser tenida como una gran oligarquía y cuando algunos insatisfechos de atesorar en sus cuentas enormes fortunas terminan sus vidas gastándola en tratamientos médicos.
No creo que sea pretencioso afirmar que muy pocos son los afortunados que aprenden en sus vidas el sencillo pero gratificante arte del buen vivir. La humanidad se precia de haber tenido en el último siglo un desarrollo tecnológico inconmensurable, de haber conquistado el espacio y de haber llegado a la luna hace casi cincuenta años, pero poco se ha percatado que las vidas de hombres y mujeres de esta misma centuria ha transcurrido en medio de guerras, devastaciones sociales y una deshumanización individual que nos está convirtiendo cada vez más en animales vegetativos, menos pensantes y meno sintientes.
Nos mofamos de haber llegado a otro planeta cuando cada vez más nos alejamos de nuestras vidas interiores, por eso los rostros de millones de personas en el mundo son cada vez más mustios, tristes y desapacibles. Los placeres sencillos de la vida, como contemplar un atardecer, la naturaleza, observar la cara sonriente de un niño, degustar de los árboles, los ríos y los pájaros, ha sido mutado por esa horrorosa y mala costumbre de estar inmersos en la pantalla del televisor, primero, luego en internet y ahora en el presente, rehenes de los celulares, que pasaron de ser una mágica invención a un cáncer que destroza la capacidad de pensar, de sentir, en suma, de vivir con plenitud.
Mi admirado autor chino, Lin Yu Tang, afirmó hace algunas décadas que una nación no se conoce hasta que no se sabe cuáles son los placeres y su estilo de vida. Aplicando a la realidad que actualmente vive la humanidad, podemos concluir que la adictiva sociedad moderna a la tecnología cibernética, constituye cada vez más un conjunto de idiotas, imbéciles e infelices dependientes de un sofisticado, pero destructor aparato electrónico rectangular, el Dios de las juventudes, el ícono de muchos adultos y el acompañante silencioso de muchos individuos con edad senil.
Cuando hombres y mujeres, una vez realizadas sus tareas laborales y hogareñas, tienen tiempo de ocio y lo dedican a placeres tenidos antes como humanizada forma de distracción, regocijo y alegría (leer, caminar, viajar, escribir), revela un carácter que los ubica en sibaritas y cultos, pero cuando se entregan, como lo hacen los cibernautas, adictos televisivos y dependientes de celulares, lo que reflejan como personas es su inmenso vacío existencial, su automatización conductual y su desorientación personal, social y cultural.
En esta línea de pensamiento aspiro desarrollar en próximas columnas las disertaciones sobre mi obsesiva tendencia al buen vivir.