Por: John Fernando Restrepo Tamayo
Tiene razón el ELN cuando anuncia, por medio de sus lugartenientes, que Colombia es un país patasarriba. Un país en que la economía de mercado traza la suerte electoral y la vida cotidiana, siempre en favor de una clase dominante. Le asiste toda la razón al denunciar las condiciones tan frágiles con las que nuestro Gobierno negocia un TLC y el facilismo con el que concede títulos de explotación minera a multinacionales. Acierta en denunciar los efectos colaterales producidos por la deforestación ambiental. Acierta en evidenciar toda la lógica de prostitución infantil y paramilitarización que circunda en buena parte del mundo minero. Acierta en su reclamo vehemente por la necesidad que requiere el país de adoptar una política agraria y agrícola a fondo que ponga fin a la brecha abismal que separa a unas pocas ciudades con el resto de país en el que no hay agua potable, electricidad o vías pavimentadas.
El ELN hace una radiografía impecable de los usos y abusos de la clase dirigente. De políticos indolentes y banqueros mezquinos. Pero se equivoca en el medio porque sigue creyendo que la lucha armada es legítima y necesaria. Quiere creer y hacernos creer que su vínculo con el narcotráfico es solo un medio de financiación de un proyecto político emancipatorio.
Se equivoca en hablar de voluntad negociadora y acto seguido desata su locura matando policías, tumbando torres eléctricas y prendiendo fuego a los camiones en plena vía pública.
Se equivoca en el medio porque la información que le llega a la opinión pública los pone contra las cuerdas, le hace perder la confianza y dirige la intención de voto hacia los cercos políticos que no tienen voluntad negociadora sino vocación militar.
El ELN nos está dejando solos a quienes creemos en una salida negociada. Nos deja sin argumentos para defender la exigencia que pudiera hacérsele al Gobierno para que conserve sus asientos en la mesa de Quito. Con sus actos demenciales caricaturiza cualquier opción de negociación.
Sus actos son erráticos porque la opinión pública está confundida. No les cree y teme convertir a Quito en un nuevo Caguán. El ELN tiene que dirigir, con urgencia, toda su habilidad para hacer diagnósticos sociales, en acciones coherentes que permitan avanzar hacia una transformación de la confrontación social. Debe saber que una democracia en construcción exige coherencia entre el discurso y la acción.
Es lo mínimo que podemos esperar y que debemos exigir de un grupo rebelde que desde sus estatutos se ha caracterizado por reclutar cuadros y actores que oscilan entre las armas del monte y las milicias urbanas que tienen asiento en significativos escenarios académicos. Es hora de ajustar cuentas con su propia historia. La historia en la que intelectuales, campesinos, líderes sindicales y sacerdotes han confiado en que Colombia debe tener una ruta de progreso en una dirección incluyente, y al día de hoy, sin actor armado alguno alterno al constitucionalmente establecido.