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El Lunes Santo entró Jesús al Templo y lo encontró profanado: vio que el lugar estaba lleno de cambistas y vendedores y reaccionó con indignación. Volcó las mesas de los cambistas y expulsó a los comerciantes, diciendo: “Mi casa será llamada casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones” (Mateo 21,13; Marcos 11,17; Lucas 19,46; Juan 2,16).

El gesto de Jesús no fue una simple “rabieta”, sino un acto profético y profundamente simbólico. Denunciaba la corrupción del culto, la mercantilización de lo sagrado y la injusticia que afectaba especialmente a los pobres. Fue también un desafío directo a las autoridades religiosas y al sistema de poder del Templo, lo que aceleró el conflicto que terminaría con su crucifixión.

¡Jesús estaba muy bravo! Pero que yo sepa, no insultó a nadie, ni lo injurió ni lo calumnió.

En fin, ese episodio del mercado debe ponernos a pensar en la fidelidad de Jesús a la verdad y al amor y en el rechazo a la hipocresía, la corrupción y la compraventa de intereses particulares, por encima del bienestar general.

Este episodio que se recuerda este Lunes Santo, ocurrido en el Templo de Jerusalén, debe traernos a la cabeza, a modo de similitud, el Congreso de la República de Colombia, el cual debería ser el “templo de la democracia”, pero hoy es, muchas veces, una cueva donde se negocian intereses, se traiciona la verdad y se olvida la justicia.

Como lo hizo Jesús con su templo profanado, también nosotros tenemos el poder de recuperar este recinto sagrado de la democracia. ¡Es una obligación moral y política!

Si pensamos en las elecciones legislativas de 2026 y apoyamos y votamos por el que más piensa, argumenta, propone y construye, en vez de gritar, insultar, desinformar y mentir, habremos de limpiar el templo de la democracia, habremos de empezar a limpiar la política.