Por: Jaime A. Fajardo Landaeta
En 1990 la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia no solo ratificó el acuerdo nacional y el consecuente llamado a un referendo para darle piso legal a la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente -ANC-, sino que además asumió que -más que una reforma- lo que el país requería era adoptar una nueva Constitución Política. Entonces elevó dicho acuerdo al nivel de precepto constitucional, para que no pudiera ser negado por ninguna rama del poder público.
Resultó muy significativo que entre los argumentos para extender dicho aval, la Corte advirtiera que existían unos procesos de paz en marcha que se debían convocar para asegurar su consolidación. Es decir, le dio todas las garantías políticas y legales a los procesos de paz con los movimientos M-19, EPL, PRT y Quintín Lame. Así que se trataba de unas verdaderas negociaciones, no de una política de sometimiento a la justicia.
Por esas razones se equivoca el señor Procurador General al hacerle juicios al M-19 sobre los hechos del Palacio de Justicia, aunque hayan fallecido los que ahora resultan imputados. Porque si bien fue un error fatal la toma, al igual que la retoma por parte del Ejército, la agrupación guerrillera se desmovilizó e hizo parte del acuerdo y de la ANC, y esta no puede ser sometida, al igual que el contenido de los acuerdos, a revisión de ninguna entidad del Estado, so pena de socavar los principios constitucionales y legales que le dieron origen a nuestra Carta Magna. Lo debería saber Alejandro Ordóñez, y no tratar de violentar procesos de paz ampliamente conocidos y respaldados por la sociedad entera.
Pero volvamos a la época de la ANC, porque es gratificante recordar cómo ese escenario incluyente y representativo de amplios sectores de la sociedad, se convirtió en la matriz de nuestra Constitución y en el mejor pacto social del siglo pasado.
Al conmemorarse los 20 años del inicio de sus sesiones, debemos perpetuar el nombre de muchos de los constituyentes hoy fallecidos. Álvaro Gómez Hurtado fue uno de ellos: su talante ejemplar, su capacidad de convicción y de aporte a los éxitos de la corporación fueron fundamentales. Era mi gran compañero en la Comisión de Justicia, siempre dispuesto a entregar sus conocimientos y capacidades en la formulación de iniciativas para modernizar la administración de justicia del país.
Los constituyentes del 91 cometimos el error de no participar en las elecciones siguientes a la promulgación de la Carta Política; dejamos que la vieja clase política asumiera las riendas de su desarrollo legal. No lo hizo, pero terminó tomando venganza de los constituyentes. Recordemos que, conjuntamente con el gobierno de César Gaviria, cerramos el Congreso de la República porque no era garantía para el impulso de la nueva Carta, o al menos porque considerábamos que ésta se debía empezar a aplicar con otra elección de congresistas. Claro que otro fiasco que se cometió fue el de elegir ese llamado “congresito”, cuya labor la debería haber realizado la propia ANC ó en su defecto un nuevo congreso donde hubiesen participado los Constituyentes del 91.
Además, vinieron años muy difíciles, que impidieron la plena defensa y aplicación de los postulados constitucionales; fueron los tiempos de los ataques del narcotráfico, de su presencia en la política y en las instituciones del Estado, del fortalecimiento del paramilitarismo y de las acciones violentas de la guerrilla; del proceso 8.000 y sus consecuencias, al igual que el auge de la corrupción y el clientelismo. Factores que entorpecieron su desarrollo legal y, en algunos casos, sirvieron para intentar desmontarla o para aprobar reformas en su contra.
Y que decir de todo lo que se maltrato nuestra carta magna con el debate y aprobación de la primera reelección presidencial y el desgaste institucional con la pretensión, al menos fracasada, de la segunda.
Puede que veinte años no representen nada, o mucho, cuando se ha dejado un buen legado. Es necesario que la ciudadanía retome la ruta de nuestra norma de normas y la haga valer. Ahora que se discuten proyectos tan importantes como la ley de tierras o la de reparación de víctimas, se debería reflexionar acerca de cómo ajustar las nuevas situaciones a los preceptos constitucionales de 1991 y a las enseñanzas que nos entregó el gran acuerdo nacional que le dio origen.