Por: Gustavo Salazar Pineda
En esta sociedad postindustrial, financiera y altamente virtual, muchos son los que desean hacer buenos negocios. A la escuela, a la universidad, a los colegios se va a aprender, que se supone nos han de servir para la edad adulta tener un buen empleo y darnos una vida digna y si se puede, lujosa, de alta calidad. En este frenesí diario por la conquista del pan nuestro y de nuestros seres amados, olvidamos que la única empresa que vale la pena cuidar, la que ha de ser objeto de atención y mimo, es nuestra existencia. Nada más importante que nuestro cuerpo, nuestro espíritu, nuestra alma, y el mejor negocio es invertir en ella y hacer de nuestra existencia el objetivo principal y primordial de nuestro paso transitorio por la tierra.
Quien invierte a sí mismo, quien se mima con buena comida, buenos vestidos, un hogar bien constituido, una vivienda cómoda y regocijante, con buenas lecturas, buenas compañías, buenos viajes, hace el mejor negocio de su vida, es un bon vivanti, un gran vividor, un auténtico existencialista pleno y gozón. Malgastar nuestra preciosa vida en trabajar incansablemente, atesorar dinero y no dejar tiempo para la holganza, el descanso y la relajación, constituye un gran pecado, un atentado contra nuestra dignidad humana; de hecho, el hombre es el único animal que trabaja para sobrevivir, los animales y las plantas no se preocupan por trabajar para la manutención y sin embargo viven con alegría y se exhiben bellamente ante nuestros ojos.
En nombre de la mal llamada civilización nos volvemos cada día más trabajadores, más tensos, más preocupados y menos relajados. Las responsabilidades laborales, domésticas y académicas, roban la mayor parte de nuestro tiempo, sin dejarnos la oportunidad de vivir exentos de temores, preocupaciones y ambiciones que al final de la vida vamos aprendiendo que son auténticos enemigos de la felicidad y la buena vida.
En ese afán de aprender a vivir sin prisas y en forma relajada, adoptamos mascotas, especialmente perros y/o gatos, pero poco es lo que aprendemos de estas criaturas que enseñan a vivir despreocupadamente. Nada hay más independiente y autónomo que un gato, animal que vive juguetona y animadamente y para quien el tiempo no cuenta. Un gato puede jugar a capturar un animal de su predilección, un ratón, varios días y cuando lo apresa juega con él algún tiempo; si observáramos su modo de vida, viviríamos más distendidamente.
Un perro, además de compañía, es un guardián hogareño, pero no le impide jugar casi todo el tiempo; solo el amo vive con preocupaciones reales o imaginarias sin aprender de tan noble animal. Al contrario, nosotros los humanos gastamos y mal empleamos el 90% de nuestro tiempo y energías en adquirir los medios de subsistencia, el otro 10% lo utilizamos mal, casi siempre en ver televisión, entretenernos en las redes sociales y muy poco es lo que dedicamos a gozar la vida con alegría y plena consciencia. Nos creemos civilizados porque utilizamos aparatos electrónicos para una supuesta comunicación con el prójimo o porque creemos que ellos nos harán más inteligentes, creativos y mejores productores, cuando ocurre algo diferente: nos perdemos de vivir a plenitud por andar inmersos en esta tecno adicción.
Las preocupaciones financieras, las complicaciones emocionales, personales, familiares y sociales se encargan de arrebatarnos la paz interior, de allí que enfermedades graves, como las del corazón aumenten vertiginosamente en esta sociedad autómata, conflictiva y neurótica. Las enfermedades intestinales, cerebrales y coronarias, el cansancio, la neurosis, están al orden del día en una etapa del género humano que debiera padecer menos y gozar más. Tenemos más bellos espacios para vivir, pero en nuestras almas y espíritus hay menos tranquilidad, más agobio, más penas. En palabras del gran pensador y ensayista chino, Lin Yutang: “Tenemos esta laboriosa humanidad sola, enjaulada, domesticada”. Vivimos cotidianamente con menos optimismo y entusiasmo y nuestros rostros reflejan tensión, angustia, insatisfacción, pesadez de vivir. La vitalidad y energía que destilaban nuestros antepasados hasta hace apenas dos generaciones han desaparecido para dar paso a personas apáticas, cansinas, tristes y lúgubres, todo en nombre de una falsa y dañina civilización. La alegría y el sentido del humor, la creatividad, la vida holgana, juguetona y alegre están desapareciendo de la faz de la tierra, nos está avasallando una vida sin entusiasmo, sin alegría, gris, monótona y tediosa.
A manera de plegaria, hago mías las palabras del sabio chino, Lin Yutang: “¡Oh, sabia humanidad, terriblemente sabia humanidad, a ti canto, cuán inescrutable es la civilización en que los hombres laboran y trabajan y se preocupan hasta encanecer por conseguir el sustento y se olvidan de jugar!”.