John Fernando Restrepo

Por: John Fernando Restrepo Tamayo

Fernando Vallejo, el escritor, el literato, el humanista, el artista, el poeta y el defensor de los animales es un ser de talento extraordinario. En el mundo de la técnica se ha ganado la vida de manera decorosa gracias a las letras. En el mundo de la literatura se ha hecho a un espacio de plena lucidez. Su estrella tiene luz propia. Ha sobrevivido a Mutis y a Gabo con altura e independencia. No necesitó del realismo mágico para presentarse al mundo como escritor colombiano. Como escritor lo ha hecho de forma meritoria. Es culto, inteligente, agudo y mordaz. Asiduo lector. Un punto de referencia para el mundo de las letras. Un consentido de Alfaguara. Un invitado de honor imprescindible para eventos académicos o concursos comerciales de grupos editoriales.

Su pose en el atril tiene magia. Se pone y se quita las gafas. Hace pausas. Pone el énfasis de una manera impecable y usa un tono de voz que le hace parecer la conciencia moral crítica de un país devastado que necesita la voz del profeta. Él tiene el tono y el hálito. Él es y él representa lo que un pueblo sumergido en las tinieblas necesita para arrastrase, a pesar de sí mismo, en la dirección de la luz. Él trae el renacimiento y la ilustración recogidos en los papeles doblados, guardados en su chaqueta, cada vez que nos lee de manera solemne y pontifical, o cada vez que habla de nosotros. Los colombianos. Los colombianitos. Ese pequeño pueblo demencial postrado por una condición de estado natural hobbesiano.

El PhD, honoris causa, Fernando Vallejo, el hombre de los recursos literarios y del genio capaz de crear realidades con sus palabras y sus párrafos parece haber renunciado al esfuerzo intelectual que exige, en calidad de académico, orientar la reflexión de un país en construcción para dedicarse a replicar de manera monótona y previsible un mismo relato. Unas diatribas de dos párrafos en las que denuncia que Colombia es un estado inviable, corrompido, cruel, criminal. ¿Y por qué lo es? Porque para él todos los que quedamos aquí. Los que no vivimos de las becas que ofrecen gobiernos extranjeros para huir de esta oda al crimen somos corrompidos y bandidos. Pusilánimes y vulgares. Torpes y ambiciosos.

Ladrones y mediocres, que en unas urnas untadas de sangre, elegimos como gobernante a uno cada vez más ladrón y más mediocre. Un mismo libreto, plagado de palabras soeces y de insultos propios del bufón satisfecho con aplausos. Fernando Vallejo entretiene como el que más. Sus intervenciones públicas son teatrales. Él mismo, es su mejor invención. Es el personaje principal de la función que representa.

Pero después de reír y pensar sus palabras, se avisa que no quedan propuestas. Que su provocación no genera discusiones ni ofrece debates para interpretarle. Que no reivindica una sola dirección sobre lo posible o lo necesario. Que sus excusas para denunciar sin construir están dadas porque es un librepensador. Sin ataduras. Sin madre y sin patria. Sin reserva para insultarnos y decirnos que no somos sus pares. Que su altura moral es superior. Que nadie le iguala porque nada le sirve. Que no le merecemos. Que somos el abandono de la divinidad. Que solo a él le está reservado decir lo que nadie más puede decir. Que está exento de proponer porque él no ha hecho nada. Y tiene toda la razón. Porque de repetir lo mismo, en los mismos términos y en la misma dirección, empezamos a darnos cuenta de que el profeta se ha quedado con muy poco qué decir y que de la expectativa que generaba atender la nueva creación del artista, más allá de diatribas previsibles, solo queda el deber de cuidado por los animales.