Por: Rodrigo Pareja

Sesenta y tres años después de su asesinato, Jorge Eliécer Gaitán sigue siendo el símbolo más valedero de las anheladas reivindicaciones sociales y políticas que hasta ahora han resultado inalcanzables para la mayoría de colombianos.

Su muerte trágica en pleno centro de Bogotá el 9 de abril de 1948, no esclarecida de manera plena y todavía materia de especulaciones e hipótesis acerca de las verdaderas motivaciones de sus autores materiales, marcó para esta nación el comienzo de una época de violencia que fácilmente puede haber cobrado la vida de más de medio millón de personas.

 

De la más genuina extracción popular, condición que su piel morena de pronto hacía ver más evidente, Jorge Eliécer Gaitán es el prototipo del genuino caudillo popular que arrastra multitudes, no sólo por sus planteamientos sino por esa especie de “angel” que sólo tienen los predestinados.

 

Poseía eso que ahora llaman carisma y que le permitió, en los momentos estelares de su vertiginosa carrera política, hacer temblar al régimen conservador que se había entronizado en 1946, gracias a la suicida división del siempre mayoritario partido liberal, cuyas huestes no pudieron ponerse de acuerdo entre el propio Gaitán y su antagonista Gabriel Turbay.

 

El 7 de febrero de 1948, 31 días antes de su asesinato a manos de Jorge Roa Sierra, un oscuro personaje que se llevó su secreto a la tumba, Gaitán con sus seguidores colmó en Bogotá la emblemática Plaza de Bolívar, donde pronunció la que se conoce como Oración por la Paz, una pieza antológica dentro del rico acervo de la oratoria política colombiana.

 

Ese día, ante un auditorio silencioso que portaba y agitaba banderas negras en señal de duelo por las muertes que ya había comenzado a cobrar la violencia instaurada desde el poder, Gaitán sí que pudo decir a boca llena y todo pulmón, aquella frase que lo inmortalizó en la historia: yo no soy un hombre, soy un pueblo.

 

“Señor Presidente, dijo dirigiéndose al mandatario conservador Mariano Ospina Pérez, expectante en el Palacio de Nariño, sede del gobierno, situado a escasas tres cuadras del escenario: aquí no se oyen aplausos; sólo se ven banderas negras que se agitan”

 

Y añadió Gaitán en esa histórica Oración por la Paz: “Ninguna colectividad en el mundo ha dado una demostración superior a la presente. Pero si esta manifestación sucede, es porque hay algo grave y no por triviales razones. Hay un partido de orden capaz de realizar este acto para evitar que la sangre siga derramándose y para que las leyes se cumplan, porque ellas son la expresión de la conciencia general. No me he engañado cuando he dicho que creo en la conciencia del pueblo, porque ese concepto ha sido ratificado ampliamente en esta demostración, donde los vítores y los aplausos desaparecen para que sólo se escuche el rumor emocionado de los millares de banderas negras que aquí se han traído, para recordar a nuestros hombres villanamente asesinados”.

 

Teniendo siempre a Ospina Pérez como destinatario de su encendido verbo, Gaitán agregó: “Señor Presidente: nuestra bandera está enlutada y esta silenciosa muchedumbre y este grito mudo de nuestros corazones sólo os reclama: ¡ que nos tratéis a nosotros, a nuestras madres, a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a vuestra madre, a vuestra esposa, a vuestros hijos y a vuestros bienes.¡

 

Ese pueblo que él mismo decía ser, el mismo pueblo que en cantidad nunca antes vista se había congregado esa tarde en la histórica plaza, fue el que desbocado, sin freno ni control alguno, sin quien lo dirigiera y aquietara, cobró venganza por mano propia el 9 de abril y en los días que siguieron, y protagonizaron lo que se ha dado en llamar “el bogotazo”, la más espantosa demostración de barbarie de que tenga noticia Colombia.

 

Jorge Eliécer Gaitán, líder político como pocos y penalista brillante como abogado, no fue sin embargo radical en sus conceptos y creencias, y se mostró siempre respetuoso del contrario, ya en el ajetreo partidista o en el terreno profesional. “Yo admiro y respeto al hombre que se muere de amor por sus ideas, aunque sus ideas sean las menos dignas de amor”, dijo alguna vez, con lo que demostró que también tenía bien definido su respeto por la diferencia.

 

Muchos de los conceptos vertidos por Gaitán a lo largo de su prédica como Representante a la Cámara, como Alcalde de Bogotá o simplemente como caudillo del partido liberal, tienen hoy la misma validez de entonces, no sólo en la esfera colombiana sino en la latinoamericana.

 

“La libertad, la democracia, la igualdad, serán palabras vacías de verdad si no se las regula con el criterio de la economía respecto de los ciudadanos… No queremos un Estado para regalo de quienes lo usufructúan, sino un Estado para la vida económica y social de todo el pueblo”… Pueblo que ha venido perdiendo las ideas para reemplazarlas por el rótulo; pueblo que por lo mismo no puede sentir el acicate de las hondas, vastas y próvidas pasiones, no puede desarrollar sus actividades sino dentro del plano miserando de la vil granjería”.

 

Frases, tesis y conceptos de plena validez, con las que Jorge Eliécer Gaitán en la década de los cuarenta parece haberse adelantado en muchos decenios a lo que viven ahora muchas naciones de esta parte del hemisferio.

 

Gaitán, sin duda alguna, fue uno de los colombianos más brillantes y destacados del siglo veinte, pero en los albores del nuevo milenio, sólo se le evoca año por año, cada vez con más oportunismo, para apoyarse en su inmortal nombre y ganar temporales aplausos, más no para rescatar y reivindicar su pensamiento, y sobre todo, para tratar de llevarlo a la práctica.