Mauricio Zuluaga Ruiz 

 

La muerte de Luis Santiago Lozano, el niño de once meses de nacido, luego de ser secuestrado por orden de Orlando Pelayo, su propio padre, puso de nuevo sobre la mesa el tema acerca de cuál debe ser la pena a imponer a quienes incurran en delitos contra menores de edad.

 

Varios especialistas afirman que en este caso los jueces deben observar el concurso de delitos que se configuró. En todo caso, en cada uno de los testimonios hay unanimidad acerca de que la pena debe ser la máxima que contempla la ley.

 

 En el caso del niño Luis Santiago no hay atenuantes. Por el contrario se aprovecharon de un menor que estaba en completo estado de indefensión, a la madre la sometieron y la maltrataron. A esto se suma el parentesco con la víctima. Este último es otro agravante más en contra de los responsables.

 

Pero sí hay reflexiones adicionales. Muy buena parte de la retórica de estos días, implica una grave confusión: hay que distinguir entre hechos atroces de corte sicopático, de la criminalidad que se desprende de situaciones de miseria y de deterioro social. Casos que caben dentro del primer renglón.

 

La idea de que ese suceso doloroso es indicativo de una cierta culpa colectiva es equivocada. Puede que haya culpa colectiva en la miseria, la desnutrición, la iniquidad, la exclusión y la violencia contra los niños. Pero enmarcar aquí un hecho patológico más bien tiende a generar un desvanecimiento de la responsabilidad individual. Esos lamentos generales deben ser atacados con medidas que en buena parte se salen del campo penal.

 

Esos ejercicios sociológicos caen en tierra abonada: hay una gran dualidad en nuestra sociedad, que oscila espasmódicamente entre la misericordia y la venganza. Mientras el abuelo del niño hablaba de perdón, el pueblo quería un linchamiento. Y la pena de muerte es la versión refinada del linchamiento. Cada víctima dice que el asunto queda en manos de la justicia divina.

 

Ese escape a la divinidad muestra la falta de persistencia de la sociedad en un régimen racional de responsabilidad. Penas severas que luego se transforman en rebajas cuantiosas. Como se trata de reacciones coyunturales, se pierde la coherencia en el sistema de penas. Se castigan más severamente conductas que generan reacciones masivas mientras quedan en el olvido delitos mucho más graves pero con menos sex appeal mediático.

 

Una muestra adicional es el fetichismo legal. La república gramatical que convierte cada problema en un inciso.

 

Es la hora de comenzar discusiones reposadas. La cadena perpetua no debería concebirse como un elemento de venganza, sino como un instrumento para evitar la reincidencia, propia de esta clase de delitos. Como en el tema de los abusos sexuales.

 

En nuestra carta politíca el humanismo constitucional, convierte a la persona, en el sujeto, razón y fin del aparato estatal. Todo el andamiaje orgánico y funcional de la República está volcado hacia el hombre, hacia el servicio del hombre, hacia la dignidad del hombre. Ello lo establece el artículo primero, que además define a Colombia como un Estado Social de Derecho.

 

Ahora bien, dentro de los altos fines de la dignidad humana y la prevalencia del interés general se incribe una serie de principios materiales que desarrollan y aseguran la consecución de aquellos valores.

 

Es por esto, que aún siendo reprochable el crímen cometido por ORLANDO PELAYO, padre de LUIS SANTIAGO, no cabe en el ordenamiento jurídico las declaraciones y calificativos proferidos por el Fiscal General de la Nación al calificarlo como un acto de hienas.

 

Pues el principio de dignidad humana, aún para delitos atroces le concede a los victimarios su derecho a la dignidad.

Por lo anterior, debe esperarse igualmente, que para delitos por decirlo así menores, la justicia obre con igual severidad !!!!!