Por: John Fernando Restrepo Tamayo
¿Cómo creer en la buena voluntad de los diálogos de paz cuando siguen los atentados? ¿Cómo creer en los buenos oficios de los diálogos cuando no se respeta el cese de hostilidades? ¿Cómo creer en una salida negociada del conflicto cuando una de las partes reclama derechos pero desconoce sus deberes? ¿Cómo creer que estamos cerca de la paz cuando seguimos enterrando a nuestros jóvenes? ¿Cómo crear conciencia ciudadana capaz de rechazar cualquier muerte violenta independiente de que sea un soldado o un guerrillero?
Sabemos que la paz es una apuesta enorme, descomunal y tortuosa. Sabemos que la salida negociada del conflicto es la única opción luego de tanta inversión humana, militar y guerrerista infructuosa. Sabemos que la justicia transicional implica una serie renuncias y de sacrificios que, en el largo plazo, se justifican. Sabemos que tenemos la responsabilidad histórica de emplear nuestra inteligencia y nuestra creatividad en proponer salidas diferentes a la eliminación física de quien piensa o actúa diferente al establecimiento. Sabemos que el “Quémenlos a todos” es una propuesta facilista, cobarde y torpe.
Pero también es cierto que a veces la duda se apodera de nosotros. Es sano decir que a lo largo de este camino a la paz nos asalta el temor de estar perdiendo el tiempo. Negando no solo la soberanía sino poniendo en tela de juicio la integridad del Estado frente a sus víctimas. Hay que decirlo de forma clara: respaldamos el proceso de paz pero tenemos el derecho de guardar reserva. Tenemos el derecho a mantener la sospecha. Pues existen unas intervenciones de uno y otro lado de la mesa que evidencian una pérdida de rumbo. Un afán de protagonismo electoral o de provocación que nos resulta indignante y burlesco.
Tenemos el derecho a sospechar, a ser críticos porque lo que se dice en Cuba no se ratifica en las montañas de Colombia. Abrigar la paz en las urnas no puede ser un pretexto para olvidar los compromisos constitucionales de nuestras instituciones. Creer en la paz no puede leerse como condición de entrega ingenua que se utilice de forma irresponsable. La paz se construye con hechos. La paz requiere voluntad y la voluntad no solo se tiene, se demuestra. Si las partes tienen voluntad de paz deben acreditarlo ante el pueblo. El pueblo soberano y su realidad inequitativa, pobre y echada a su suerte. Realidad que hace muchos años hizo legítima la toma del fusil y la clandestinidad para revertir, por medio de la fuerza, las condiciones sociales. Realidad que hoy reclama transitar a la democracia, la legalidad, la institucionalidad. De cara al mundo y al pueblo. Y deben hacerlo pronto. Porque la paciencia de los pueblos tiene límites.