Por: Balmore González Mira
Soy hincha del Nacional y vivo en las inmediaciones del estadio Atanasio Girardot, tan cerca como para padecer de los delincuentes que llegan a dañar el espectáculo del futbol y tan lejos como para no poder disfrutar de las sensaciones de los verdaderos hinchas que disfrutamos del buen juego, de las jugadas hilvanadas al juego limpio y las tejidas con filigrana por alguno que otro artesano del balompié que escasamente llega a nuestros campos y equipos.
Los comentarios del buen hincha llegan hasta calentar sus orejas o las de su adversario de equipo, pero allí se reconoce el logro del otro y se aceptan los errores del propio; se alaba la técnica del contrincante y hasta se califica como golazo el obtenido por el rival cuando así sucede. Pero nunca llega a la ofensa o al agravio verbal o físico. El verdadero hincha no es el fanático enfermo y enceguecido que no acepta razones, sino aquel que disfruta del buen manejo del balón, de la jugada de lujo, del juego colectivo, del gol de su equipo; aquel que sufre con la derrota de su escuadra, que critica con respeto la disposición táctica del técnico y que siente coraje con la pereza de los jugadores de su onceno. Aquel que aplaude las palomitas, los túneles, el cabezazo técnicamente dotado, la pared, la chilena, la cabañuela, los ochos y hasta la escasa bicicleta; aquel que valora la buena gambeta, el taquito y la parada con pecho; en fin, el que disfruta el buen futbol. El que respeta, disfruta y sufre.
El conocido o mal llamado hincha pelión no es un hincha, es un potencial delincuente o simplemente un delincuente, un criminal, que además está premeditando su delito. Ese que identificamos porque está lleno de rabia antes de empezar el cotejo e inclusive antes del pitazo inicial ya está insultando al adversario, al árbitro y hasta los mismos jugadores de su equipo. El mal hincha, el fanático bravucón, es el que está dispuesto a alegar y pelear con otros asistentes al espectáculo, el que es capaz de apedrear a su equipo cuando juega mal, es decir el que no debería volver a los estadios.
Desde el balcón de mi habitáculo observo con pasmoso asombro cuando llegan los vestidos de verde o rojo a presenciar a sus equipos del alma; navajas, cuchillos y hasta machetes desenfundan de sus cuerpos y son acomodados en las gramas y antejardines, alcantarillas y puertas de las propiedades cercanas al estadio, sin respetar para nada los derechos ajenos; a las mismas que pintan y dañan con aerosoles y las hacen inhabitables porque allí dejan sus excrementos. Las calles aledañas a la unidad deportiva se convierten en campos de consumo de licor y de estupefacientes que aterran al vecindario; el comportamiento de los consumidores y el espectáculo se torna más oscuro que la misma noche futbolera y las puertas y ventanas comienzan a cerrarse como si la invasión de supuestos hinchas trajera consigo el terror que genera el delito.
La famosa fiesta del futbol no es tal para quienes preferimos la calma a la turba, el disfrute al padecimiento. Cuando hay partidos y en especial los clásicos, la calles, que tienen límites y líneas invisibles que no pueden ser traspasadas con un uniforme de otro color, se convierten en campos de guerra; ni que decir de las niñas que tienen que pasar por allí con sus uniformes de colegios, con los agravios verbales que reciben, pues no son objeto de bellos piropos, sino, presas del vulgar vocabulario y comportamiento de los desadaptados sociales.
Las obras o proyectos que se hacen en la ciudad deben tener el agregado de la valorización y ello conlleva la posibilidad de una re-estratificación hacia uno más alto, donde se beneficie a la comunidad y de ello no se debe escapar ninguna zona del área metropolitana, sin embargo; en lo que respecta a los sectores afectados por la incontrolable afectación del préstamo del estadio, es hora de empezar a calcularle una des-valorización de sus propiedades por la incapacidad del estado de mantener el orden legal y constitucional y en una especie de afectación por falta en el servicio, se debe someter a una re-estratificación hacia abajo y porque no, pensar en una indemnización por daños y perjuicios a los propietarios de inmuebles realmente lesionados con esta omisión, pues el valor catastral viene de seguro aumentando y el comercial rebajando.