Por: Jorge Gómez Gallego

La predecible coincidencia en el festejo, de parte de la opinión pública democrática, por el hundimiento de la reforma a la justicia, calificada con razón cómo una especie de Frankestein, ha impedido que se observe con serenidad un aspecto de celebrado acontecimiento: la forma en que se llevó a cabo.

Muchos juristas prestigiosos han coincidido en cuestionarla y se puede afirmar que el mecanismo utilizado es equiparable a un golpe de Estado. Ninguna norma legal o constitucional prevé la posibilidad de que el Presidente de la República objete una reforma constitucional, ninguna norma autoriza a archivar un acto legislativo después de los ocho debates reglamentarios y menos en una sesiones extras de dos días y solo a un autócrata se le ocurre negarse a publicar en la Gaceta Oficial un acto ya promulgado.

La Constitución y la Ley tienen establecido que la Corte Constitucional o un Referendo de carácter revocatorio, son los mecanismos idóneos para el efecto. Sin embargo, el Ejecutivo y un amplio sector de la ciudadanía han argumentado que en aras de la conveniencia, para evitar la excarcelación de pillos hoy tras las rejas y la impunidad para otros en trance de estarlo, era menester utilizar cualquier mecanismo.

 

Yo también celebré el hundimiento del esperpento. En estos casos, siempre estaremos ante el dilema de definir cuál es el mal mayor. Sin embargo no pude evitar el recuerdo de un episodio relatado por algunos medios de comunicación en octubre de 2009, que daba cuenta de un tiburón blanco de 3,3 metros de longitud, encontrado atorado en una de las trampas que las autoridades colocan en el perímetro de las playas de Stardbroke Island, en Queensland, Australia, para proteger a los bañistas y surfistas de esos depredadores. La noticia no tendría nada de raro de no ser porque el monstruoso escualo fue hallado vivo, a pesar de presentar un mordisco que casi lo atraviesa completamente y que tuvo que haber sido propinado por un animal por lo menos tres veces más grande que él.

La alarma fue general, al punto que las autoridades lanzaron una alerta, solicitando a los habituales visitantes de esas paradisíacas playas, en el sentido de abstenerse de usarlas, en vista de la aterradora notificación de que por allí merodeaba un monstruo sin identificar y desde luego sin capturar, cuya capacidad de ataque era de semejante magnitud.

Pues bien, el King Kong que se inventó Santos para dar muerte al Frankestein u orangután de la reforma a la justicia puede llegar a convertirse en una perversa herramienta, útil no solo, como en esta caso, para frenar una reforma que la ciudadanía rechazó de manera unánime y cuyo hundimiento fue propiciado por el Presidente, más que para preservar el interés colectivo, para que no naufragara su proyecto reeleccionista; sino también, por qué no, para dar cristiana sepultura a cualquier otra reforma constitucional, incluso de origen popular y de efectos positivos para el país.

No es exagerado pensar que, con ese camino abierto, pueda suceder que el día que se logre por ejemplo, promover exitosamente un referendo para derogar la intermediación financiera en la salud, que mata más colombianos que cualquier otra peste, un mandatario de turno, de los que sirven obsequiosamente a las EPS, decida citar a media noche unas sesiones extras del Congreso para sepultar la iniciativa, alegando inconveniencia e inconstitucionalidad.

Por esto, la celebración del naufragio de la malhadada reforma, no puede convertirse en un narcótico que nos conduzca a descuidar la necesaria vigilancia sobre el nuevo monstruo que hoy anda suelto por ahí y es, si se quiere, más peligroso que la reforma que en cierto sentido, fue enterrada viva.

PERISCOPIO: Quienes se proponen promover un referendo revocatorio del mandato de los congresistas que aprobaron la reforma, debieran promover primero la de Juan Manuel Santos y su gabinete en pleno, autores intelectuales del esperpento y quienes tiraron la piedra y escondieron la mano.