Por: Jaime A. Fajardo Landaeta

¿Por qué aunque se hable hasta el cansancio de la corrupción y de la lucha por contrarrestarla, ella crece y crece en forma desbordada? Simple y llanamente porque se trata de un fenómeno ligado al modelo de gobierno y por ende al programa por el cual la ciudadanía vota en cada jornada electoral local, regional o nacional.

Es lo que ha sucedido durante la administración Uribe: la corrupción se disparó, porque a pesar de que la seguridad democrática ha sido exitosa, el modelo de gobierno y su programa favoreció a los beneficiarios de esa práctica.

Una de sus tantas expresiones es el cuestionado pago de recompensas por delaciones, soporte de la seguridad democrática. Se entregaron altas sumas de dinero a militares y a algunos gobernantes para que pagaran la colaboración ciudadana con la Fuerza Pública, y ya vemos lo que ha pasado: altos mandos militares, con la complacencia de funcionarios de carácter nacional, departamental y local, han hecho uso indebido de esos recursos y en muchos casos se los han apropiado. Igual ha pasado con los falsos positivos, inspirados en una instrucción presidencial, que llevó a avalar el pago de dinero por dar de baja a supuestos guerrilleros, pero luego se demostró que en su mayoría eran jóvenes inocentes. De paso se justificó la comisión de delitos de lesa humanidad, con el pretexto de estar dando cumplimiento a los mandatos de la seguridad democrática.

Pero hay más: muchos contratistas del Estado, de grandes obras de infraestructura, o beneficiarios del botín de Agro Ingreso Seguro, cobraron por ventanilla el respaldo al actual mandatario y a las políticas que esbozó durante su campaña electoral. Con los dineros que hoy se pierden por esta vía, se habría logrado superar el déficit de vivienda que tiene el país.

En fin que resultaría insuficiente cualquier espacio para relacionar los miles de casos de corrupción que cuentan con un alto componente de colaboración de otras ramas del poder público. Ahí radica otra razón para la pretensión de desmontar el sistema de pesos y contrapesos adoptado en la Constitución del 91: se buscaba que los órganos de control estuvieran bajo el manejo total del ejecutivo, algo que en parte se logró, con las consecuencias que ya conocemos.

Esta estrategia se reprodujo en los planos departamental y local, y en temas como las obras de infraestructura, los proyectos de vivienda, salud, educación y hasta en el de las “ayudas” entregadas a los municipios y que fueron ofrecidas e incluidas en los programas de gobierno de los mandatarios seccionales y municipales, cuando estaban en campaña, y hoy constituyen las venas rotas de sus respectivos prepuestos.

Menos mal que en la actual campaña electoral la ciudadanía empieza a separar los éxitos de la política de seguridad del tema de la corrupción. Es más, en alta proporción los posibles votantes están logrando ubicar, al menos es su expansión, este último cáncer como producto de las políticas del actual Gobierno y sus aliados, así lo respalden mayoritariamente en su gestión, y en particular en el componente de la seguridad colectiva.

La lucha contra el narcotráfico, el terrorismo y otros males de la sociedad, tal y como nos la pintaron, ha estado iluminada por una alta dosis de corrupción desde el mismo Gobierno. Lo que pasa es que en determinado momento se dijo que quien no la apoyara o la criticara podría ser un aliado del terrorismo. Hoy todo indica que esta torre de babel se desmorona y que la opinión pública está intentando despejar el oscuro panorama y revisar el modelo de administración que nos vendieron y que está haciendo aguas.

Requerimos de una ciudadanía más consciente de su responsabilidad electoral, que también pase cuenta de cobro a quienes hayan estado sumergidos en estas prácticas; que tengan capacidad para aislar públicamente los males de una gestión gubernamental y a los responsables de la hecatombe corrupta que hoy por hoy palpita en el corazón de una gran mayoría de administraciones, bajo la luz del Gobierno Nacional.