Por: Jaime A. Fajardo Landaeta
El muy industrial y laborioso municipio de Itagüí, tal vez el de mayor concentración de habitantes por kilómetro cuadrado en Antioquia, mayor de 250.000 personas, atraviesa por una difícil etapa de desangre producto en parte del enfrentamiento entre sus combos y bandas. Pareciera una réplica tenaz de lo que sucede en Medellín, pues concurren múltiples factores que es preciso identificar para tratar de generar alternativas de solución. Aunque muchos de estos fenómenos de violencia no son nuevos, preocupan sus recientes alcances. El pasado fin de semana hubo 17 homicidios, una tragedia que desborda la capacidad de la administración y de las autoridades, al punto que el personero local planteó la necesidad de dialogar con los integrantes de las bandas enfrentadas.
La comunidad en general padece el acoso incesante de estas organizaciones. Aunque se han activado las más diversas iniciativas, no cesa la matazón auspiciada por viejos problemas estructurales no resueltos y otros de reciente aparición, que se conjugan para disparar los indicadores de inseguridad en Itagüí.
Hasta los años 70 la ciudad fue un promisorio eje industrial y asiento de grandes empresas que generaban empleo masivo. Un ejemplo: la textilera Coltejer que llegó a abrigar a unos quince mil trabajadores; hoy escasamente ocupa a dos mil. Un acelerado cambio en los modelos de vinculación laboral permitió el paso del enganche a término indefinido al de la tercerización, con evidente pérdida de garantías laborales y de puestos de trabajo, que finalmente redundaron en el detrimento de los ingresos económicos de muchas familias de la localidad. Aún así, hasta el momento no existen estudios serios que relacionen la desocupación laboral con los fenómenos de violencia locales.
Si bien la pobreza y la miseria no pueden ser un solo indicador que dé cuenta de los fenómenos delincuenciales del municipio, sí resulta preocupante este registro al igual que la carencia de iniciativas que apunten a mejorar los ingresos de la población.
También cuenta el accionar del narcotráfico que trae aparejada una lucha territorial que alienta la dinámica de las bandas a su servicio, ahora bajo la figura del microtrafico y la operación de las llamadas “casas de vicio”. Esta actividad se fortalece con la utilización de la población juvenil que encuentra allí una inevitable fuente de empleo. Este fenómeno, sumado al creciente consumo de drogas y alcohol, lleva a las diversas manifestaciones de delincuencia común vigentes.
A lo anterior se suma los altos niveles de violencia intrafamiliar en todas sus expresiones, cierta desconfianza en algunas instituciones oficiales, deserción educativa y altos niveles de intolerancia social.
Ahora bien, el empresariado antioqueño tiene que mostrarse más sensible frente a este panorama social, pues es mucho lo que debe a al municipio y poca su presencia para conjurar el drama.
Si se llegaran a establecer diálogos o acercamientos con los grupos enfrentados, ello tendría que ser el resultado de una amplia estrategia de participación ciudadana para estructurar con ella unos procesos sólidos de solución de los conflictos. La sociedad local busca esa vinculación, de allí las espontáneas manifestaciones que ha liderado para exigir que se aclimaten unos mínimos niveles de paz y convivencia.
Vale reiterar nuestra cantilena: ¿acaso estos problemas no ameritan la adopción de soluciones de ámbito metropolitano? Así lo creemos y por eso clamamos por la apertura de una política metropolitana que los atienda. Aquí resulta fundamental el concurso de los gobiernos Nacional y departamental para el diseño de las estrategias requeridas, porque estos fenómenos de violencia urbana no van a desaparecer con la alharaca de la seguridad democrática.