Gustavo Salazar

Por: Gustavo Salazar Pineda

En los años que me estrenaba en los estrados judiciales como abogado penalista litigante y cursaba la maestría en derecho penal, cayó a mis manos un pequeño pero cautivante libro del argentino Juan José Zebrelli, escrito ameno y profundo sobre la clase media bonaerense.   El sugestivo libro Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, me pareció lo mejor que se había y ha escrito sobre este sector arribista y aparentarista de la sociedad de consumo.   Lo he releído varias veces ya corregido y aumentado, a causa del deterioro físico del paisaje de esta hermosa urbe del cono sur, la más hermosa, culta e interesante del continente.

Hace otros años durante una feria del libro celebrada en ese entonces en el pabellón o centro de exposiciones de Medellín encontré una gran colección de libros sobre el viejo Medellín, editada por el Instituto Metropolitano de Medellín, bajo la dirección de Jairo Morales en colaboración con el periodista Jairo Osorio.

En uno de los tomos me topé con un arrollador y fascinante texto sobre el Medellín de los años sesentas y en especial sobre el Junín de la época gloriosa cuando la oligarquía paisa lo tenía como su boulevard más preciado, las muchachas paisas como su vitrina de exhibición, los nadaístas como su lugar de encuentro, las viejas glorias del fútbol argentino como su sitio de encuentro con sus paisanos, especialmente con su coterráneo don Leonardo Nieto, dueño del mítico café Versalles, y los parroquianos como su calle donde pasear, ver y ser vistos.

Ese extraordinario artículo escrito por Jairo Osorio Gómez me pareció de una confección literaria digna de los mejores cronistas que han descrito nuestra bella villa.   Una sensación de cortedad, de ganas de conocer más sobre ese embrujador Medellín que fue el de nuestra niñez y mocedad vino hace dos años a ser colmada con otra edición bien realizada y con un texto ampliado que vino a complementar el que, según su autor, fue concebido a la temprana edad en la que el comunicador social alcanzaba la mayoría de edad, los 21 años.   Creo que pocas plumas podrán igualar o superar este bello, nostálgico y hechizante relato sobre el Medellín del ayer, cuando la tacita de plata era un pueblo grande que apenas mostraba la urbe caótica en que se ha convertido en la mitad de la segunda década del siglo XXI.

He expresado en público y en privado que las gentes del suroeste son las más interesantes de Antioquia.   En literatura, en esta subregión paisa pionera y cuna de excelentes escritores, Gonzalo Arango, nacido en Andes, nos dejó escritos, crónicas y poemas que nos han mostrado otra Antioquia, culta, amante del ocio, de la contemplación, distinta a la entregada a conseguir riquezas y a acumular dinero como avaros enfermizos; Manuel Mejía Vallejo, descubrió un Guayaquil bohemio, putañero y pendenciero; Fernando Vallejo, irreverente y cáustico, nos ha legado libros que desnudan debilidades, hipocresías y costumbres de la Antioquia gazmoña, pacata y conservadora; Héctor Abad Faciolince, con orígenes en Jericó, ha recreado en sus novelas la vida familiar de las gentes del suroeste e impactado con su relato íntimo familiar de la vida y muerte de su padre, el médico Héctor Abad Gómez; Antonio “Ñito” Restrepo, juglares y trovadores repentistas de caminos y fondas paisas contribuyeron a esa buena literatura de esta subregión de Antioquia.

Otro hijo del suroeste, de Caramanta, Jairo Osorio Gómez, nos sorprende en este año 2015 con una novela (algunos creen que por faltarle ficción no llena los requisitos para calificarla como tal) intimista, irreverente, magistralmente escrita y con unas cualidades especiales:   auténtica, sincera y descarnada.

Tanto en la península ibérica como en estas tierras latinoamericanas, tan propensos sus escritores al halago, tan tendientes a ejercer la diplomacia y tan ajenos a expresar la verdad, son aves rarísimas, escasísimas las plumas que hagan de la sinceridad y la verdad la esencia de sus historias.

No en vano el periodista español César González-Ruano aconsejaba a otro irreverente escritor ibérico, el aristócrata literato José Luis de Vilallonga:   “Sea usted duro, fuerte y poco contemplativo con los defectos de los demás, escriba para mostrar la verdad escueta”.   Eso ha hecho con su libro familiar, la novela Amorozal de Antioquia, Jairo Osorio Gómez. Cuenta, con una encantadora prosa, sus orígenes, los de su familia; la muerte de sus principales seres queridos; el desplazamiento de su nativa Caramanta a la incipiente ciudad industrial que fuera la Medellín de los años cincuenta; los orígenes de sus parientes contrabandistas de cigarrillos, licores, pastillas, marihuana y cocaína; la parábola de su padre como jugador irredento hasta hacerse propietario de un famoso bar del viejo Guayaquil de más de medio siglo.

Muchísimos méritos tiene el libro, y aún cuando no soy crítico literario, sí me atrevo a decir que en al magnífico relato se hilvanan temas aparentemente excluyentes como la muerte y el erotismo; por el contrario, afirmo que esa alianza y binomio muerte y vida hacen que las páginas constituyan una especie de oleaje que sumerge al lector en una especie de montaña rusa en la que se pasa fácilmente de la alegría a la nostalgia y de la fascinación al llanto.

El autor me confesó que uno de sus lectores lloró copiosamente en uno de los pasajes que describe la muerte de su padre. Otro, hombre público, hubo de reprocharle el mezclar la descripción del fallecimiento de su padre con recrear las historias de una encamada con su amante favorita.

Es allí donde encuentro yo la riqueza literaria y la magnificencia de este escrito que habrá de pasar a la historia de nuestra escasa literatura moderna antioqueña como una obra digna de la mejor literatura paisa.

En la feria del libro otro irreverente escritor con ancestros antioqueños, Gustavo Alvarez Gardeazábal, hizo la presentación y exaltación de un libro que creará mucha polémica, pero que a muy pocos lectores dejará indiferentes.

Tan cicateros que somos los colombianos con quienes triunfan y tan propensos a glorificar y exaltar lo que sea foráneo, deberíamos considerar en esta oportunidad que Jairo Osorio Gómez, al igual que muchos otros literatos, escritores y periodistas como Carlos Bueno Osorio, Gonzalo Maya Cano, Humberto Navarro “Cachifo”, Eduardo Escobar, nada desmerecen a otras plumas nacionales y extranjeras y, por el contrario, enriquecen el mundo de las letras tan en decadencia en estos tiempos comparados con los de Epifanio Mejía, Gregorio Gutiérrez González, Tomás Carrasquilla Naranjo, Miguel Angel Osorio (Porfirio Barba Jacob) y Fernando González.

También nos sorprendió Jairo Osorio Gómez con el libro Los días de Lisboa y otros lugares, escrito a propósito de los estudios realizados por este periodista en la Universidad de Andalucía.

Tema de otra columna pudiera ser este relato de viaje en las que ciudades hermosas y fascinantes como Granada, Córdoba, Sevilla y Madrid son descritas con una maestría del buen prosista.

Falta hacen estos escritores y viajeros que retratan con sus plumas (y Jairo también los retrata con su lente ya que es fotógrafo), los paisajes, las costumbres y leyendas de esos parajes que cautivaban a famosos y grandes poetas y escritores.

La familia paisa, la mejor familia ha de tener entre los suyos monjas, curas, negociantes, prostitutas, lesbianas, si quiere presumir de ser un núcleo familiar autóctono de estas tierras del Cacique Nutibara.   Según Jairo Osorio Gómez, la suya lo es y miles de familias, decenas de familias, verán en ella el espejo al que muy pocos se resistirán mirarse.