Por: Gustavo Salazar Pineda
La importancia de la autoestima ha sido y es, sobre todo en estos tiempos modernos de esta época que nos exige una individual salida, un fuerte yo, un sentido claro de la identidad por cuanto la competencia entre personas es desaforada. Se acababan los ídolos, se esfumaban los hombres y mujeres titanes, los preclaros varones de otras generaciones con valores humanos excepcionales y navegamos sin rumbo cual velero perdido. Ante el panorama se hace imperioso tener una gran autoestima, una valía personal fuerte, sin caer en el extremo de la sobradez y el desprecio por nuestros semejantes. Las generaciones antecedentes a la actual nos criamos con una débil estima personal; padres y profesores nos repetían a menudo: “usted no sirve para nada”, “usted es un fracaso”, “no va a llegar a ningún Pereira”, frases lacerantes que escuchaban nuestros infantiles oídos que nos hicieron vulnerables, timoratos, escasos de auto aprecio, carentes de seguridad y confianza en nosotros mismos. Cuántos niños frustrados, cuántos infantes traumatizados se convirtieron en adultos inseguros, neuróticos y tímidos. Basta ver los ojos poco refulgentes y alegres de seres humanos que se arrastran por la vida con un pesimismo enfermizo producto de la falta de autoestima con la que fuimos criados y maleducados. A las mujeres se les decía que si no se casaban a temprana edad serían beatas y amargadas solteronas, solo para parir hijos en cantidad y dedicarse a la cocina era el destino triste de las féminas de antes. Los hombres, serviríamos para las faenas agrícolas, oficios materiales, típicos de esclavos y pocos éramos aptos para ingresar a la universidad y abrazar profesiones con rango espiritual, intelectual.
Los obreros, empelados medios y trabajadores informales que inundan los centros de las ciudades latinoamericanas son hijos de las generaciones sin ningún grado de autoestima digno del ser humano. Semiesclavos y embrutecidos son los desdichados que a horas inhumanas se despiertan cada día para desplazarse a distancias largas para la labor diaria como operarios o trabajadores manuales, hambrientos y somnolientos que a fin de mes o de quincena reciben un miserable sueldo mínimo que no les alcanza para suplir la mínimas necesidades suyas y las de sus hijos y esposos y esposas, por lo que centenares de miles de varones no ven otra salida a su existencia insoportable que dedicarse a la ingesta desmedida de alcohol. Es la falta de autoestima incrustada en los espíritus abatidos de las clases sociales más bajas de la población la causa, más que el síntoma, de esa vida digna y merecedora de ser compadecida antes que criticada. Vergüenza es el sentimiento de estos infelices, complejo de inferioridad es el rasgo de su personalidad. A Dios le entregan su suerte y a creencias religiosas, en última instancia, quienes en su ignorancia creen que es el problema de otros y no de ellos y que la causa de su miseria personal y social es un sino o un destino marcado por un ser superior. Ansiedad y depresión son los síntomas de quienes carecen de una excelente o saludable autoestima, lo cual no es otra cosa que confiar en nuestra propia mente, en nuestro espíritu, en nuestro individuo y no dejar a Dios o a otros seres el resolver nuestros problemas. Tener autoestima es saber que nos podemos valer por nosotros mismos, que somos capaces de guiar y orientar nuestras vidas, haciendo de esta bella experiencia del tránsito por la tierra una oportunidad para ser alegres y felices, no meros autómatas que sobrevivimos antes que existir.
Es una opinión, un sentimiento, que somos criaturas importantes, que valemos mucho y que nada tenemos que envidiar a otros. La autoestima es la base, el soporte, la piedra angular de una vida digna y humana hasta la médula. Cuando en nuestros actos y vida personal dependemos de un Dios, de un papá o de una mamá, de un esposo o pareja, es porque tenemos deficiente autoestima e insuficiente valoración personal.