Por: Eduardo Aristizábal Peláez
Lo que más hacemos en la vida es respirar y después, comunicarnos. Los alemanes dicen que el 87 % de los ingresos de una persona en su vida laboral, son directamente proporcionales a la capacidad de comunicar. El manejo y la perfección de la capacidad de comunicarnos se logran por la práctica permanente, sistemática a cargo de un orientador. Una de las escuelas más famosas a través de la historia, en esta práctica, fue la romana.
En las primeras escuelas de retórica en Roma enseñaban a los alumnos a expresarse con soltura, a adornar su estilo y a buscar las figuras retóricas más ventajosas. Hacían prácticas permanentes de declamación sobre temas generales, pero no era lo suficiente. El joven romano aprendió básicamente desde la tribuna asistiendo continuamente a las sesiones del Foro y observando a los grandes oradores.
En el 95 a de C. Polio abrió una escuela de la cual excluyó el griego y a la retórica le agregó un trabajo práctico que consistía en una imitación de las discusiones políticas del Foro o de procesos judiciales, cuyo fin era preparar futuros oradores.
Más tarde, en el año 92 a. de C. Craso, fue nombrado Censor y cerro todas esas escuelas, pero una vez se retiró, otros retóricos de mayor calidad, reabrieron las escuelas latinas con notables oradores como maestros, con la misma calidad de antes.
La primera educación de los jóvenes romanos en el siglo de Augusto comprendía lectura, gramática, comentarios de autores latinos, griegos, geometría, música y danzas y después de salir de éste tipo de capacitación, los jóvenes ingresaban a las escuelas de los retóricos para recibir una enseñanza más profunda y más completa. Asistían escolares entre 13 y 16 años
Sin embargo los maestros más importantes, aquellos que además eran abogados, solamente admitían en sus clases a aquellos adolescentes que ya habían, pasado por las manos de otros retóricos, ya que este era el mayor grado de la enseñanza y con la elocuencia, los jóvenes paralelamente aprendían historia, filosofía y jurisprudencia con reconocidos especialistas. A éstas escuelas asistían los extranjeros, los curiosos, los abogados que todavía litigaban en el foro e inclusive algunas personas que habían abandonado la carrera de la oratoria.
El maestro proponía un tema para ser controvertido, indicando cuales eran los puntos en los cuales se debía insistir. Los jóvenes analizaban los argumentos de la acusación o de la defensa y en algunas casos las dos posiciones de la controversia y posteriormente escribían su propio discurso que además memorizaban. Un día determinado los alumnos declamaban su discurso y eran sus propios compañeros quienes condenaban o aplaudían de acuerdo con el desempeño de cada uno. Posteriormente venía la corrección por parte del maestro de retórica quien hacía las observaciones y recitaba su propio discurso como modelo. Nunca es tarde: imitémoslos.