Por: Gustavo Salazar Pineda
Parece trivial, superfluo o superficial afirmar que cada individuo debe ser él mismo y no ser una copia o imitación de otros u otros. Casi todos los seres humanos nos ponemos máscaras, poseemos varias facetas o aristas de la llamada personalidad.
A quienes nacimos bajo el signo Géminis nos atribuyen el tener doble personalidad, ser duales o ambivalentes y no en pocas oportunidades se califica tal condición como un estigma o una faceta negativa de los geminianos. Pero ocurre que muchas personas aparentan vivir sus vidas, pero en realidad viven las ajenas y con alguna frecuencia toman actitudes, conductas, gestos, etc., de sus seres más cercanos, sean estos parientes, amigos y en algunas ocasiones terceras personas ajenas a su entorno, máxime si quien es imitado es una figura pública o en algunas con cierto renombre social.
Los griegos fueron quienes crearon el vocablo persona y quisieron darle la connotación de ser una máscara del individuo. De hecho, persona es el equivalente al término máscara.
Profundos y filosóficos que eran los pensadores de la milenaria y gran cultura Helénica, pudieron advertir ellos que tal como vive su vida el individuo no puede predicarse fácilmente autenticidad en su comportamiento y, por el contrario, se reproducen y copian cualidades, virtudes, actitudes, gestos y conductas de otros y es poco lo que queda de original del hombre o la mujer y menos en estos tiempos modernos en que la imitación y patrones culturales a seguir son asunto de cada día.
Si algo nos enseñaron los maestros de la filosofía oriental es la sencillez, la originalidad, la autenticidad, el ser único e irrepetible como individuo y no jactarnos de parecernos a otros por grandes, brillantes y excepcionales que sean. No parecerse a nadie, ser uno mismo, auténtico, irrepetible, inconfundible, distinto a los demás es un encanto que pocos admiran y casi nadie practica. Ser uno mismo se toma como excentricidad cuando no es sinónimo de petulancia o altanería.
A quienes tratamos de no parecernos a otros, en nuestra comarca antioqueña, nos llaman “caramelos” escasos, haciendo referencia a esas figuras coleccionables de álbumes difíciles de encontrar.
Tuve la oportunidad de reflexionar sobre el tema que hoy ocupa la atención del columnista con motivo de mi viaje de vacaciones decembrinas al exterior a finales del año anterior. Me tocó en suerte que el avión que cruzaba el Atlántico con destino Barcelona, ocupara una silla aledaña a la mía un hijo de un destacado y extinto dirigente político de cuyo nombre, figura e inteligencia que tuviera en vida una alta consideración social, han vivido sus hijos, quienes no poseen los méritos suficientes para brillar con luz propia y viven sus vidas a la manera de algunos planetas: con el destello de una estrellita.
Es de común ocurrencia es la América hispánica, que especialmente los dirigentes políticos, vivan del prestigio de sus padres, por lo que se da el fenómeno de los delfines o hijos presidenciables de un ex presidente de alguna república del trópico. Claro que el fenómeno se ha agravado y ahora son los áulicos, aduladores o vasallos de algún mandatario quienes hereden el poder, no por méritos propios, sino como una vulgar copia de su antecesor. Obligado en pensar en Nicolás Maduro en Venezuela, como fenómeno de tan degradante falta de autenticidad. Maduro, ha preferido ser la imitación o el doble de Hugo Chávez y no ha terminado siendo sino más que una vulgar y patética copia degradada del locuaz líder venezolano, desaparecido hace tres años.
En nuestro país los hijos de ex presidentes han pasado siempre desapercibidos o sus mandatos cuando han llegado a la presidencia, han sido, casi siempre, más mediocres y decepcionantes que los de sus progenitores.
El personaje aludido que fue mi vecino ocasional de viaje, se pavoneaba por los pasillos del avión con tal arrogancia que más que caminar, pretendía levitar. El impresionante parecido físico a su padre le concede un aparente aire de seguridad y distinción de la que ha vivido, a quien no se le conoce ningún acto o alguna conducta que lo haga meritorio, distinguido y respetable por sí mismo. Muchos asumen tal postura falsa de imitación de otro u otros que terminan pasando de payasos, arlequines o saltimbanquis y no propiamente quienes así se comportan y viven pertenecen a clases sociales inferiores, casi siempre se les encuentra en las élites o, al menos, en la clase media. Y muchos de ellos son quienes ostentan cargos o dignidades de altísima relevancia social. Bien se ha dicho que para llegar a las altas esferas gubernamentales puede más la lagartería que la meritocracia. Al menos a ciertos cargos de cierta importancia en el ámbito público se llega por el camino del servilismo y la adulación y pocos son los que se lo ganan con inteligencia, dedicación, esfuerzo y disciplina. Basta observar los nombres de algunos ministros, directores de departamentos administrativos, cargos medios de la administración pública o de la magistratura para probarlo. Eso al menos le parece a quien esto escribe.