Por: Eugenio Prieto Soto

La intensa discusión por la programación que se está emitiendo en los dos canales privados de televisión en Colombia, en el horario triple A, colmada de telenovelas sobre la mafia que exaltan a los narcotraficantes y su entorno, reedita debates que ya el país había tenido sobre la calidad de la programación de los canales privados y las responsabilidades que en ello tienen las autoridades y los ciudadanos. Los programadores esgrimen como excusa el argumento, educar sobre las perversiones y horrores de quienes optan por el narcotráfico, pero obtienen como resultado, la admiración de sus públicos por las vidas que se pretendió desprestigiar.

Comparto las nociones de respeto y promoción de la iniciativa empresarial implícitos en la tolerancia del Gobierno y la Comisión Nacional de Televisión –Cntv-, con los contenidos que emiten los concesionarios privados y aunque me quedan dudas sobre la certeza de tal posición, admito que esa liberalidad pueda ser justificada en los principios constitucionales de respeto a la libertad de expresión y opinión, que fundan la sagrada libertad de prensa. Además, y por encima de lo defensables que resultan estas ideas, no pueden el Gobierno y la Cntv, ignorar las funciones de educación y entretenimiento que tiene la televisión, sobre todo cuando se trata de espacios y horarios familiares.


Como muchos, estoy molesto con la pobre oferta educativa y de entretenimiento que hace a su audiencia la televisión colombiana, que en un 60% o más, está compuesta de televidentes que solo tienen acceso a los canales nacionales privados, altamente comercializados. Pero más preocupación me produce lo que percibo como esterilidad de las amplias discusiones que se han dedicado a entender y proponer alternativas para enfrentar el problema de los mensajes de televisión, que resulta medular en tanto pueden contribuir a la formación de los ciudadanos para la libertad y la reflexión o a su perversión para convertirlos en objetos para el consumo y la pasividad.  

Y hablo de esterilidad porque a pesar de muchos años invertidos en pensar alternativas para replantear la televisión, las cosas siguen en su punto. Tal vez lo están porque hemos puesto  los canales privados de televisión como únicos responsables de la programación y a lo máximo los sometemos a discusiones sobre su calidad, que por lo general resulta bastante estéril, porque esos programadores siguen garantizándose los ingresos que desean  para sus cadenas. 
 

En efecto, un colombiano que no pueda destinar una porción importante de su presupuesto al pago de televisión cerrada y que no viva en Medellín o Bogotá, que tienen la mejor oferta de televisión abierta, puede ver máximo diez canales de televisión, entre los nacionales, regionales y locales. De los regionales y locales puede esperar innovación y recursividad, pero en virtud de los mínimos presupuestos con que deben trabajar sabe que estará ante programas y transmisiones que pueden no satisfacer sus expectativas en calidad, y de los canales públicos nacionales aspira encontrar experimentación, que no siempre logra entrar en sintonía con sus expectativas y gustos. De los que quedan, sabrá que le ofrecerán alternativas comerciales que lo entretengan mientras los empresarios venden pauta a manos llenas en el sector comercial, que siempre estará más preocupado por su rentabilidad económica que por sus logros sociales. 

La difusión de contenidos que reducen la imagen del pueblo colombiano a las de mafiosos y prepagos; que insultan a la familia colombiana convirtiéndola en buscadora de dinero y prestigio a cualquier precio; que muestran al país como territorio donde sólo los criminales tienen cabida, es una acción que los canales privados hacen con apoyo económico de los anunciantes que esperan la mejor difusión para sus productos en horarios que tienen la plena atención de los televidentes.  

También lo son del sistema educativo (léase escuelas y familias) que invierte ingentes recursos en la divulgación de contenidos pero se olvidan de dar a sus hijos y alumnos herramientas para asumir posturas éticas ante los distintos hechos de la vida. Y esos jóvenes sin formación son los que tienen problemas de identificación con los personajes de las telenovelas; los que ven atractivas esas vidas; los que renunciaron al sueño de tener larga y fructífera vida y lo cambiaron por el proyecto de riquezas fáciles y vidas muy cortas, a ellos y no al país, es a quienes daña un modelo de televisión sustentado en el ideal de hacer dinero sin mayores esfuerzos. 

La Cntv ha escogido hasta ahora el desaconsejable laisezfarismo, descuidando su obligación de velar por la calidad de contenidos que reciben los colombianos y desconociendo que entre la permisividad y la censura tiene alternativas para educar a los públicos, las familias y los programadores, para que asuman con responsabilidad sus funciones de información, educación y entretenimiento de los ciudadanos. Además, la programación que los colombianos sufrimos es mala porque es escasa, porque así lo quieren los patrocinadores y tal vez porque es lo único que somos capaces de ver los televidentes. Pueda ser que cuando los millonarios comisionados despierten de su letargo, en Colombia sigan existiendo espacios de resistencia a las atrocidades que ellos ayudan a que nos muestren, los horrores de la mala hora de nuestra televisión nacional.