Jaime Jaramillo Panesso

Por: Jaime Jaramillo Panesso

Hace algunos meses el Fiscal Eduardo Montealegre Lynett, dijo que ninguno de los mandos de las Farc tenía cargos por los graves delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra. Los primeros que debieron quedar sorprendidos fueron los “comandantes” habaneros. En el mes pasado, julio de 2015, igual personaje declaró que la Fiscalía estaba enfocada en investigarlos crímenes internacionales, en especial los crímenes de guerra como el uso de medios ilícitos en el combate, es decir, las infracciones al DIH cometidas por el Estado mayor y el Secretariado de las Farc. “Vamos a formular las primeras imputaciones”. Preguntamos: ¿qué clase de fiscales hemos tenido que después de cincuenta años de violencia revolucionaria, apenas ahora se van a formular las primeras imputaciones?

Montealegre agregó que la Fiscalía tiene reportadas más de 56.000 graves violaciones a los derechos humanos cometidos por las Farc, más de 9.000 secuestros que en las cifras comparativas con otras instituciones pueden subir a 12.000, así como también investiga 11.400 casos de reclutamiento forzado que comparado con otras fuentes, pueden configurar 27.000 niños reclutados. A lo anterior se suman los daños ambientales que ponen en riesgo la biodiversidad y los recursos naturales, los ataques a la infraestructura civil, como acueductos, represas y oleoductos que son crímenes de guerra.

El Fiscal General complementó el aterrador cuadro de la criminalidad fariana (falta la parte del Eln) con sus conceptos jurídicos relacionados con los diálogos en La Habana. Las Farc tienen que tener muy claro, dijo, que no va a existir un proceso con impunidad. Hay unos inamovibles: los máximos responsables tienen que ser juzgados y condenados a penas privativas de la libertad por las graves violaciones a los derechos humanos y se les tiene que imponer las penas privativas que pueden ser de cincuenta años de prisión, tienen que existir esas condenas. (Revista Bocas, No. 43)

Cualquier lector pensaría que la radicalidad de Montealegre garantiza la justicia frente a la calidad y cantidad de delitos atrás señalados e investigados por la Fiscalía. La ley de Justicia y Paz, ley 975 del 95, la única vigente con justicia transicional que se aplicó a los desmovilizados colectivos de las autodefensas o paramilitares y a los desertores individuales de las guerrillas, es una figura enana comparada con los cincuenta años de condena que propone Montealegre. Pero, a renglón seguido, convierte los “inamovibles” en móviles privilegios. Dice: esas penas se pueden suspender y se pueden imponer penas alternativas, distintas a la privación efectiva de la libertad, con algunas restricciones como que tienen que estar durante algún tiempo en ciertas zonas del país, no en la cárcel. Otras como el trabajo comunitario, el desminado como parte de la sanción. Sistemas flexibles penitenciarios como trabajo diurno extramural y arresto nocturno, inclusive reclusión en centros especiales fuera del país. En otras palabras, las penas privativas de la libertad se quedan en el papel, en la sentencia condenatoria, pero no en la realidad tangible. Las Farc deberían acogerse a estas propuestas amplias y merecidas. Son una manera de birlar la Corte Penal Internacional, además. Todo un andamiaje jurídico penal que encubre la gravedad de los crímenes cometidos en nombre del pueblo y de la revolución que alberga en sus intestinos la otra salida: el delito político.

Es claro que para desistir de la lucha armada contra el Estado, la guerrilla colombiana debiera confesar públicamente su fracaso militar y su salida política, condicionada a unas normas especiales en la aplicación de la justicia y sus cargas penales. Pero de ahí a exigir la total impunidad y exoneración de las penas como si hubiera triunfado con sus armas y su religiosa plataforma marxista chavista, es una afrenta a una sociedad democrática y pluralista. La paz no puede tener costos que humillen al guerrero, mucho menos que humillen y capitulen a la sociedad libre y republicana. Estamos en la cima de un montetriste, donde solo vemos “la polvareda en el horizonte y el sol que reverbera”, como en el cuento de Barba Azul. En esta historia real es Barba Roja.