John Fernando Restrepo

Por: John Fernando Restrepo Tamayo

Llevamos muchos días escuchando propuestas normativas de reforma a la administración de justicia en Colombia. Reformas estructurales y proyectos paliativos que merodean intereses políticos. Que pueden estar revestidos de buenas intenciones pero que de manera miope pasan de largo sobre la esencia del problema. Cada una de esas propuestas ha fracasado de manera estrepitosa. Por vicios de procedimiento en su formación o por vicios materiales insubsanables. Y está bien que hayan fracasado. Era previsible. Porque si bien es cierto que la justicia en Colombia requiere una verdadera reforma, la esencia de dicha pretensión no pasa por el empoderamiento del ejecutivo en desmedro del judicial o por pugnas partidistas entre la bancada oficial y la oposición, que hacen de la búsqueda de la reforma a la administración de justicia un acto de venganza o una retaliación a título personal contra uno u otro funcionario.

La verdadera reforma a la administración de justicia no está condicionada a una norma sino a la voluntad inequívoca y decidida de llevar a las más altas dignidades de la judicatura a juristas serios, rigurosos y de sólida formación académica. Juristas en el sentido pleno de la palabra. La verdadera reforma a la justicia, que tiene un altísimo componente político, requiere que a la judicatura lleguen juristas y no políticos. Juristas y no parlanchines. Estos juristas, por fortuna nuestra, son muchos y han presentado su hoja de vida académica a través de sus publicaciones, de sus reflexiones críticas, de sus notas de clase y de los memoriales que reposan en las carpetas de los juzgados donde adelantan sus procesos. Son doctrinantes, críticos, litigantes, docentes, decentes. Aptos y necesarios para recuperar la administración de justicia desde el fondo: pensado el derecho a través de sentencias y poniéndolo al servicio de la sociedad a la luz de la consideración básica del Estado social de derecho. Afincados a la supremacía de la Constitución y al respeto de los derechos fundamentales como consigna básica de un orden justo.

Juristas que recuperen el brillo de la institucionalidad a través de sentencias. La lista es amplia. Se me ocurre pensar en voz alta, lo mucho que podríamos avanzar hacia la verdadera administración de justica en Colombia si en las altas Cortes tuvieran asiento personajes de la talla académica y del compromiso constitucional de Bernardita Pérez, Érika Castro, Helena Alviar, Catalina Botero, Tulio Chinchilla, Hernán Olano, Martín Agudelo, Diego López, Rodrigo Uprimny, Alexey Julio, Fabián Marín, Carlos Bernal, Rodolfo Arango, Carlos Ballesteros, Vicente Ramírez, Gabriel Rojas, Manuel Quinche, Jorge Parra o Alonso Rico. Muchos de ellos han sido sistemáticamente postulados a las altas Cortes, y virtualmente nombrados, pero los intereses políticos han superado la vocación de reforma sustancial a la administración de justicia. Y sus nombramientos terminaron siendo una simple ilusión de que había algo de veracidad en el interés por lograr una reforma a la justicia que valiera la pena.

En su lugar, ha tomado en asalto a lo más alto de la judicatura, un grupo de abogados saqueadores de la institucionalidad. Ausentes, viajeros, indelicados, irresponsables. Inconscientes del valor social y moral que representan para la sociedad. Lejos, académica y éticamente, de la dignidad del cargo que ocupan y representan. Magistrados que se sostienen en su cargo como consecuencia de tutelas ajustadas a intereses personalísimos. Que dejan vacíos jurídicos en sus sentencias. Que proponen doctrinas comprehensivas del derecho para favorecer los intereses de su firma de abogados. Que abandonan el lugar de debate en la Sala plena de la corporación para acudir a los medios de comunicación a publicitar sus odios. Que han utilizado lo más alto de la judicatura para tutelar sus mega-pensiones o hacer trampolines hacia la vida electoral. Hechos por azar y no por mérito. Magistrados que ocupan el puesto de quienes merecen reemplazarlos para que la reforma a la administración de justicia sea verdadera, tenga sentido y se ajuste a lo que la Constitución contiene y la sociedad necesita.