Por: Gustavo Salazar Pineda
¡Oh humanidad que confunde el desarrollo industrial y material con el progreso de los individuos! ¡Fatua muchedumbre que persigue desaforadamente el poder, el dinero y la fama! ¡Cuánta razón tiene la biblia cuando fustiga a hombres y mujeres que quieren conquistar el mundo si al fin pierden su alma!
No cesan los medios de comunicación de presentarnos centenares y miles de noticias trágicas de un famoso que se suicida, de un millonario caído en desgracia, de un político de renombre arruinado en su prestigio, de una bella mujer encarcelada por codicia y un sin fin de acontecimientos funestos que nos estremece a quienes somos sensibles.
Han pasado casi tres milenios desde que los griegos y los romanos enseñaron a su generación y a las venideras a través de máximas lo que ha de ser la persona humana para ser feliz: conócete a ti mismo y nada en exceso. Así pensaron los llamados siete sabios de la antigüedad y de los que casi nada sabemos los vanidosos ciudadanos de este siglo vigésimo primero.
En esta vorágine de sociedad contemporánea (entendido el vocablo como lo define el diccionario de la lengua: pasión desenfrenada, remolino impetuoso, aglomeración confusa) cada vez nos queda menos tiempo de conocernos a nosotros mismos o de llevar una vida sin excesos, equilibrada, serena y ponderada.
Nos hemos dejado arrastrar por la corriente extremadamente materialista y consumista que nos incita a comprar compulsivamente para llenar nuestros vacíos interiores y por la deshumanización y alucinante codicia.
Queremos ser ricos a toda costa y en el menor tiempo posible. No hay tiempos para las pausas, no existe el menor intento de hacer un alto en el camino de nuestras angustiadas vidas.
Competimos cuales fieras por la presa del éxito, por obtener ganancias, por ser superiores al vecino. En esta patológica conducta halla explicación el síndrome de Aquiles, aquel legendario personaje de la mitología griega inventado por Homero, que se convirtió en héroe y se creyó invencible y del que se cuenta que solo tenía un punto débil, su talón, y que se creyó inmortal, pero que al fin una flecha en esa parte de su pie acabó con su vida.
Desde hace muchos años que vemos cada vez más a hombres y mujeres que padecen de este síndrome de Aquiles, dado que se creen seres invencibles porque tienen dinero, inteligencia o fama. Miles de ejecutivos y millones de empleados medios, burócratas y robotizados creen ser seres excepcionales, invencibles, invulnerables o ídolos y no son más que personas que llevan permanentemente máscaras humanas y ante el menor fracaso recurren al suicidio acabando con sus vidas sagradas y dejando a sus seres queridos sumidos en la amargura.
Esa falsa creencia refleja, esencialmente, un complejo de inferioridad, lo cual explica por qué hay individuos que no se contentan con un dinero para el diario vivir, sino que apetecen cada vez más y su único fin existencial es atesorar dinero, fama o títulos.
Como Aquiles que se creyó un guerrero a salvo de la muerte, nuestros desapacibles avariciosos modernos no saben que sus vidas son tan frágiles como las diminutas yerbas del campo.
Consciente o inconscientemente todos los seres humanos sentimos el profundo deseo de ser inmortales, irresistibles e invulnerables. La naturaleza y la vida se encargan de demostrarnos cuán grande y mentirosa es esta vana pretensión.
Y entramos a explicar otro fenómeno o síndrome que pocos aciertan en llamarlo como tal: el de Alejandro Magno. Fue éste hijo de un célebre rey persa que se dedicó a conquistar el mundo y a la edad de Cristo, 33 años, había alcanzado su fin, pero se sintió agobiado, vacío y triste cuando el filósofo Diógenes lo enfrentó y lo ridiculizó cuando el megalómano hombre lo increpó a pedirle lo que quisiera, pues era dueño de más de la mitad de la tierra que había conquistado en múltiples batallas, a lo que respondió el humilde y sencillo Diógenes: “Quítate de mí lado, pues estás impidiendo que los rayos del sol acaricien mi cuerpo”. El filósofo vivía, como sabemos, en un tonel y su vida era extremadamente sencilla por lo que quiso Alejandro conocerle y ser su amigo.
Desilusionado y derrotado al fin, Alejandro Magno, previendo su muerte, atinó a decir a sus subalternos: “Cuando muera quiero que me entierren con las manos fuera del catafalco para mostrarle al mundo que me voy sin nada”.
Muchos de ellos terminaron sus vidas hueras y fracasadas descerrejándose un tiro en la cabeza, lanzados de un edificio al vacío, lanzándose a un tren, ingiriendo veneno o a causa de un penoso cáncer.
Cuando escribo esto evoco aquel paisano mío que cuando yo era un niño era famoso en El Santuario por cuanto se había ganado una lotería y con el dinero había adquirido un hermoso automóvil negro. Pocos meses después utilizó el mismo automotor para huir despavorido por la calles de mi aldea hasta el hermoso Valle de María donde acabó con su vida mediante un disparo en la cabeza.
También me viene a la memoria otro amigo y coterráneo que gastó su vida en Bogotá atesorando dinero y cuando tuvo una pequeña pérdida por un préstamo que no le pagaron, terminó con su vida volándose los sesos de su cerebro.
O como olvidar aquella hermosa y joven modelo antioqueña que ante los problemas que la aquejaban se lanzó desde un edificio en Bogotá, hace escasos tres años.
Y ejemplos de la misma estirpe abundan. Otro joven, millonario y exitoso periodista paisa recurrió al suicidio, hace apenas unos meses.
Uno de los comerciantes supuestamente más millonarios y exitosos de El Santuario, con empresas en varios países de América del Sur, también quiso encontrar remedio para sus males del alma lanzándose desde el elevadísimo piso de un edificio en la capital de la república, apenas hace cuatro semanas.
Pero lo peor es que muchos no son valientes para suicidarse y conscientes de que han muerto sus espíritus prematuramente arrastran su vidas y miserias hasta que la muerte natural acabe con sus existencias que han arrastrado dramáticamente con tristeza y amargura muchos años. ¡Un auténtico infierno dantesco!