Edwin Franco

Por: Edwin Alejandro Franco Santamaría

He dicho varias veces en este espacio que en Colombia hay periodistas que se sienten los intérpretes de la sociedad cuando se trata de abordar, mediante la información o la opinión, ciertos problemas que afronta el país, licencia que obviamente nadie les ha concedido; otros, con total falta de escrúpulo y de apego a las reglas que rigen la actividad periodística, condenan y absuelven a distintas personas de la vida política y judicial, también a gentes del sector privado como del espectáculo, de la iglesia católica o de otra distinta, del deporte y a ciudadanos comunes y corrientes, en suma, a todo el mundo; aun siendo esas personas declaradas sin responsabilidad por los órganos constitucional y legalmente establecidos para adelantar investigaciones y emitir juicios de reproche; otras, ni siquiera en el radar de entidad alguna.  En ciertas ocasiones esos mismos periodistas se dedican a tergiversar la verdad o a mostrarla como a ellos les interesa, desinformando y mintiéndole a la opinión pública.

No es un secreto para nadie que hay noticieros de televisión y de radio, como periódicos escritos y virtuales que sienten afinidad con determinado partido político o gobernante del orden nacional, departamental, distrital o municipal, que los lleva a defenderlos, y a veces, con sentido de rigor, seriedad y responsabilidad a realizarles críticas porque algo no está funcionando bien o se adoptó una decisión equivocada, esto, a más de útil, es necesario en una democracia donde el interés general es el que debe primar.   Pero en los últimos tiempos estamos viendo algunos periodistas que se han vuelto defensores de oficio –o pagados- de ciertas personas y críticas de otras, en ambos casos sin una razón plausible.  En los dos interminables gobiernos de Santos y una vez éste dejó ver qué se vendría una vez le dió la puñalada a Uribe, comenzaron una guerra, desde la cómoda e impune tribuna de la opinión en periódicos y revistas de prestigio, en contra del expresidente y a hablar sandeces de él y de su entorno, solo por el hecho de haberse dedicado a hacerle oposición a un gobierno mentiroso y tramoyero, lo que cualquiera hubiera hecho de haber estado en el mismo lugar.   Enemigo de la paz, paramilitar, opositor irresponsable y hasta violador terminó siendo el exmandatario en las semanas previas a las elecciones presidenciales, todo calculado para hacer ver como un demonio a quien le devolvió la seguridad y la tranquilidad a una país en el que la guerrilla y los criminales hacían lo que les daba la gana y lograr que no ganara su candidato, de nada les sirvió, generó el efecto contrario, así como le sucedió a Petro con la destitución que le dispensó el ex procurador Alejandro Ordóñez: lo arrojó a los brazos de los electores y lo hizo más visible y atractivo para los votantes.   Criticaban a la oposición de Santos, vale decir, al Centro Democrático, fundamentalmente; que porque destilaban odio, que no le hacían daño al presidente sino al país.   Pero resulta que los que destilan odio son ellos, basta con leer algunos columnistas de El Tiempo y El Espectador, en especial de este último periódico, que lo que tanto criticaban a otros es en lo que ellos incurren, nada les sirve: que el presidente electo Iván Duque sería una marioneta de Uribe, que los ministros los colocaría su jefe natural y lo que se ha visto es que los designados son técnicos en las respectivas materias y la gran mayoría ajenos a la política, al contrario del actual gobierno, que no solo fue rehén del proceso de paz, sino de los partidos políticos que le apoyaron el cuento de la paz, más por conveniencia que por convicción y les entregó todo lo que pidieron.   Hasta responsabilidad han insinuado que tiene el nuevo presidente en las muertes de los líderes sociales ocurridas violentamente en las últimas semanas.  Y eso que no se ha posesionado.

A muchos de ellos el gobierno les llenó los bolsillos con contratos; otros, samperistas declarados, no comulgan con Uribe y algunos simplemente son cercanos a Santos, todos ellos han perdido el sentido de la opinión ponderada y ecuánime, así sea parcializada.