Gustavo Salazar

Por: Gustavo Salazar Pineda

Ha llegado el penúltimo mes del año y con él la alegría: felicidad anterior a la navidad. Probablemente no exista una época del año en la que reflexionemos y propendamos por obtener este bello don humano que es la aspiración a la tranquilidad del alma, a la beatitud, a la alegría, a la felicidad, como la navideña, que por estas tierras antioqueñas se vislumbra desde el mes noveno, dado que una popular y fiestera emisora paisa pregonara que desde septiembre se siente que viene diciembre.

Como un homenaje a los lectores de esta columna me propongo en varias entregas disertar más que sobre la felicidad, de la cual se ha escrito en abundancia, sobre algunos aspectos de ella y sobre todo de los enemigos agrupados y abiertos que ella tiene.  No pretende quien aquí escribe pontificar, ni dar fórmulas, ni presentar recetas sobre ella y de sus múltiples opositores, apenas deseo a distraer y entretener a los lectores de un tema tan álgido y esencial en el ser humano, que se convierte en aspiración legítima y renovada de estas especiales fechas de final de año.

Desde los primeros tiempos de la humanidad, y con especial consideración en la época anterior a los griegos, filósofos hubo que pontificaron sobre la felicidad, en el mundo griego y latino abundaban los filósofos que disertaban acerca de este especial estado del alma.  Entre dos extremos filosóficos, Séneca, el insigne filósofo español afincado en Roma y tutor intelectual del malvado y psicópata emperador Nerón, produjo varios escritos en punto de la vida tranquila y feliz; del otro lado, el converso Agustín de Hipona, quien conoció los goces del placer en su juventud, tuvo una madurez mística, en la que entregada a Cristo, encontró la felicidad del alma.  Por tanto platónicos, neoplatónicos, aristotélicos, socráticos, epicúreos y estoicos han concebido de diferente manera la felicidad de su alma.

Otro tanto nos pasa a quienes habitamos en el planeta tierra, cada cual tiene una concepción distinta de la felicidad según sea mujer u hombre, niño o adulto, religioso o ateo, todos buscamos ser felices y nos alegramos cuando obtenemos la dicha y la felicidad a través de diferentes medios.  Es posible que un hombre de nuestro entorno sea feliz escuchando música de carrilera, ingiriendo aguardiente con sus amigos; también lo es que una mujer lo sea adquiriendo un cuerpo estéticamente considerado bello en nuestro entorno; un niño con una pelota es más feliz sin duda que un millonario ocioso con millones de dólares en sus cuentas; el sabio puede ser feliz independientemente de los bienes materiales que pueda tener; el campesino vive feliz y tranquilo en su parcela contemplando la naturaleza que lo rodea.  En suma, una vida satisfactoria y una paz espirituales pueden ser necesarias para vivir plenamente felices.  Todo se complica, sin embargo, cuando factores externos influyen en nosotros para debilitar la anhelada felicidad humana. Las enfermedades, la pobreza, las imposiciones religiosas, las costumbres sociales, son apenas los más connotados enemigos de la placidez espiritual; también lo son la vanidad, la ambición, la envidia y otras conductas codiciosas.  Que los fanatismos religiosos son causa principal de la infelicidad humana lo prueba la actitud de algunos extremistas musulmanes que se inmolan por creencias en su Dios Alá y su profeta Mahoma, causando muertes y desastres en el mundo entero.  También en la época medieval el fanatismo religioso durante las cruzadas fue causa de infelicidad en muchas naciones.  En torno a la felicidad no se puede ser extremista, nuestro punto de vista apunta al término medio.  No podemos llegar a concebir el pesimista pensamiento de Oscar Wilde cuando decía que si la vida se contara por momentos felices, duraría unos breves minutos, concepto parecido al de un rey español, que sentenció haber vivido muy pocos minutos felices en su vida, o la de su paisana hispana, la santa Teresa, quien dijo que la vida es una mala noche en una mala posada; tampoco puede tenerse como concepto claro de felicidad el expresado por el filósofo Kierkegaard, quien concibiera tal estado como la búsqueda enloquecida de los placeres.  Poliédrica y llena de aristas es la felicidad, en cualquier caso siempre es el objetivo último que le da sentido a la vida humana.

Todo sería idílico en nuestra existencia si la felicidad no tuviera tantos y tan poderosos enemigos.  De ellos escribiré en próximas columnas.