Por: Jesús Vallejo Mejía

Por amable invitación del profesor Juan David Escobar Valencia, tuve oportunidad de compartir en Eafit con un grupo de estudiantes de Geopolítica algunas reflexiones sobre nuestra institucionalidad.

El punto de partida del análisis es la importancia del hecho institucional en las sociedades. Todas ellas tienden a organizarse en instituciones, que son estructuras relativamente estables, cuya permanencia en el tiempo les confiere cierta objetividad y termina rodeándolas de carácter sagrado. A partir de ahí, se señala que las instituciones permanecen, mientras que los seres humanos que les dan vida son pasajeros e incluso intercambiables o contingentes, y se las considera, además, como dotadas de realidad propia a la que suele asignarse mayor valor que a los individuos, lo que justifica los sacrificios que a éstos se imponen en pro de la supervivencia de aquéllas.

Como decían los sociólogos clásicos, estos son datos positivos, hechos universalmente observables tanto en las sociedades primitivas como en las más evolucionadas y con altos niveles de complejidad.

Las formas de organización de la sociabilidad humana en qué consisten las instituciones comprenden varios ingredientes, tales como las ideas en que se basan, los diseños de su estructura y su funcionamiento, las reglas en que se traducen esos diseños, la incorporación de individuos y grupos de individuos a los cargos u oficios institucionales, las relaciones efectivas que se establecen entre ellos y, lo que no es menos importante, la vida institucional, es decir, las interacciones que se producen en la sociedad para llevar a cabo los cometidos que constituyen en últimas la razón de ser de las mismas.

Hay escuelas sociológicas, politológicas, jurídicas y económicas que destacan el papel que desempeñan las instituciones en la vida social. De cierta manera, todas ellas observan que los distintos aspectos del acontecer colectivo pueden comprenderse a partir del examen de los procesos de institucionalización y los juegos que se dan a raíz de las interacciones institucionales.

Concretamente, se dice que el grado de civilización de una sociedad se mide por la calidad y la fortaleza de sus instituciones, y que el crecimiento económico, el desarrollo social y, en suma, el acceso al estadio de la Modernidad, categoría sobre la cual habré de ocuparme en otro momento, dependen en muy buena parte de dichas calidad y fortaleza.

En efecto, un adecuado régimen institucional permite prevenir, manejar y superar con el mínimo ejercicio de violencia los múltiples conflictos que se presentan en las sociedades. El orden pacífico que se sigue de ahí brinda canales confiables de información, comunicación, organización e interacción que permiten encauzar las iniciativas, las necesidades y las aspiraciones de los diferentes actores sociales del modo más armónico posible. Su mayor éxito reside en la solución de las tensiones que necesariamente se presentan entre las fuerzas de conservación y las de cambio.

Por supuesto que, al lado del orden institucional, hay que considerar también los aspectos informales, inorgánicos, desordenados e impredecibles que, según lo tienen ya bien establecido las teorías del caos, se ponen de manifiesto en todas las sociedades y pueden valorarse ya negativamente, ora positivamente.

El exceso de institucionalización no es otra cosa que el totalitarismo. Pero el extremo del desorden es la anarquía. El pensamiento político se esmera en buscar el justo medio entre lo uno y lo otro, tema que, como bien lo enseñó Aristóteles, es más de prudencia que de ciencia.

Una observación a vuelo de pájaro enseña que las sociedades han ensayado y siguen ensayando muy diferentes fórmulas institucionales, lo que indica que no se ha descubierto la que demuestre ser idónea para todo tiempo y todo lugar. Este es un asunto que conviene retener en la mente, porque da pie para arduas discusiones académicas que versan sobre las características mínimas que debe exhibir un orden que aspire a que se lo reconozca en lo que he llamado en mis clases de Política Internacional de Colombia el Club de la Civilización.

Pero lo que interesa por lo pronto es el tema de la fortaleza de las instituciones, dado que hay unas que sobreviven a lo largo de siglos y hasta de milenios, cuando otras están condenadas a la transitoriedad.

Las sociedades con instituciones que languidecen y apenas mal viven entran en la categoría de los Estados fallidos, sobre la cual abundan hoy en día los estudios politológicos y de otras clases.

Colombia, hasta hace ocho años, se consideraba como un Estado que sufría severas amenazas de disgregación. Algunos estudios de prospectiva planteaban escenarios catastróficos a corto término, según los cuales era de esperarse que se dividiera en tres: una Farclandia (palabra que utilizó alguna vez el Departamento de Estado norteamericano), dominante en el sur oriente; digamos que un Reino Para o algo así, en el norte y parte del oriente; y los restos del viejo Virreinato de la Nueva Granada , en la región andina.

Esta tendencia se ha revertido, gracias a Uribe y su seguridad democrática. Por eso no vacilo en reconocerlo, pese a sus múltiples errores y defectos, como uno de nuestros próceres y libertadores. Él ha contribuido decisivamente a la recuperación de nuestra institucionalidad, aunque ha sembrado también no pocas semillas de desorganización, tal como se puede advertir con la crisis de los partidos tradicionales, a los que tiene al borde de la disolución, o con el gravísimo conflicto que ha suscitado con la Corte Suprema de Justicia.

Por eso he dicho también que tiene la rara habilidad de borrar con el codo lo que escribe con mano maestra.

Volviendo al tema de la fortaleza de las instituciones, lo que les da vida y las hace proyectarse en el tiempo, el secreto de la misma reside en la legitimidad. Las instituciones legítimas duran siglos. Las que adolecen de distintas modalidades de déficit en su legitimidad son inestables y no cumplen adecuadamente los propósitos que de ellas se esperan. En lugar de resolver los conflictos, contribuyen a empeorarlos.

Pues bien, ¿cuán legítima es la institucionalidad colombiana?

(Continuará).