Por: Eugenio Prieto Soto

En Colombia se daba por sentado que el sistema electoral era ejemplar, que la pureza del sufragio estaba garantizada por las autoridades legítimas y que no había riesgo de que los ciudadanos vieran traicionada su voluntad por problemas estructurales de la organización electoral. Incluso, con cierta certeza se pensaba que si había fraudes, éstos eran responsabilidad exclusiva de los grupos armados y los políticos corruptos que presionaban o compraban al elector, no de la organización, que en sí misma sobrevivía a los debates que de cuando en cuando se abrían tras una jornada electoral. Gracias a esa creencia extendida, también se daba por sentada la legitimidad de cada elección  y la fortaleza de nuestra democracia.

 

Por segunda elección consecutiva, el Consejo de Estado ha anulado las votaciones por el Senado de la República, después de encontrar pruebas suficientes para considerar que en un significativo número de mesas electorales hubo fraude evidente y, en consecuencia, desviación de la voluntad de los ciudadanos sobre su representación en la más importante corporación pública del país. Sobre la oportunidad del fallo y la lentitud del alto tribunal de lo contencioso administrativo para definir una materia tan delicada, analistas de probada moralidad han hecho sus aportes al debate, lo que no impide que en su momento nos sumemos a esas importantes reflexiones. Por ahora, y dada la notoriedad del problema, consideramos necesario reflexionar sobre la organización electoral y su evidente fracaso. 

Ante la evidencia del fraude cometido en una de las jornadas electorales más cuidadas y trascendentales del país, se reavivan las enormes preguntas planteadas desde instituciones y organizaciones académicas de reconocida trayectoria y seriedad, como la Corporación Arco Iris, y por distintas organizaciones políticas que han cuestionado la transparencia en las elecciones de gobernadores y alcaldes, asambleas y concejos, en distintos municipios y departamentos, incluido Antioquia. Si es posible interferir en 1.260 mesas en el país, durante unas elecciones que contaron con observadores internacionales y concitaron el interés de los grandes medios de comunicación, ¿qué no puede suceder en los alejados municipios donde los gamonales imponen su ley por encima del orden institucional o en veredas y regiones donde grupos ilegales aun ejercen el control social?  

En ese sentido, las decisiones judiciales sobre la pasada elección del Senado se alzan como dedo acusador contra quienes se resisten a investigar procesos electorales recientes en departamentos y municipios que han sido objeto de documentadas denuncias por las irregularidades que se cometieron en ellos. Los problemas, pues, no pertenecen únicamente al pasado: existen para muchos de los gobernantes en ejercicio, que avanzan en mandatos teñidos por la duda de la ciudadanía. Que la responsabilidad obedezca a la ineptitud o a la complicidad de las autoridades electorales con los fraudes repetidos o a la evidente pobreza en que trabajan, es uno de los temas que deberían resolver investigaciones interinstitucionales que podrían determinar sanciones suficientes para los responsables y orientar sobre los correctivos que garanticen la no repetición de estos hechos.  

Entre las medidas que consideramos prudente implementar, no dudamos en recomendar, el acatamiento del Fallo de la Corte Constitucional  -Demanda de Rodrigo Umprimy con la coadyuvancia del Grupo de Interés Público de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes-, que establece unos tiempos al Congreso para actualizar el Código Electoral y obliga a cambiar el mecanismo de elección del Registrador, para que se elija por concurso público de méritos. Actualización que debe ser resultado de una profunda investigación que incluya un análisis comparativo de los diferentes esquemas electorales y culturas políticas, que recoja la opinión y percepción de la ciudadanía sobre los problemas sociopolíticos y electorales, en la búsqueda de transformar la organización electoral, en una entidad eficiente y eficaz y adoptar un sistema moderno y confiable de voto electrónico, que evite la manipulación, los errores y la corrupción. Insistimos en el avance del plan de modernización tecnológica de la Registraduría Nacional del Estado Civil, para que todos los ciudadanos colombianos poseamos nueva cédula, instrumento indispensable y necesario para implementar un sistema de voto electrónico. 

Lo real es que, vamos por un camino pedregoso hacia las elecciones de Congreso de la República y de Presidente en el 2010 y de autoridades territoriales en el 2011, con las mismas reglas de juego, un código electoral inoperante y anquilosado, que exige que el país se prepare con instrumentos idóneos para enfrentar fenómenos como el fraude electoral y la abstención, entre otros, que hacen inaplazable una reforma electoral que permita la modernización de la Organización Electoral y definir, si es conveniente dotar al organismo electoral de tal autonomía e independencia que quede constituido en nueva rama del poder público, para que el país tenga una de las mayores fortalezas de su democracia en una organización y un sistema de votación fiable y veraz, que brinde todas las garantías de transparencia y fidelidad respecto de la voluntad electoral expresada en las urnas. La tranquilidad de la democracia se asienta en la seguridad de un mandato conquistado a voto limpio.