Eugenio Prieto Soto

Las múltiples guerras que han afectado a los colombianos desde mediados del siglo XX; las amenazas que como sociedad sentimos en los años ochenta y noventa por el asedio del narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo, y la presión internacional por la que nos asumiéramos no como víctimas sino como victimarios del negocio del narcotráfico, nos alejaron de discusiones de primer orden en el mundo contemporáneo. Entre esas de las que nos encontramos tan lejanos se encuentra la invitación a repensar la noción de seguridad que abrió la ONU en los años noventa, cuando puso en circulación el concepto de “seguridad humana”.

Al sustraernos en Colombia de la construcción de esa idea y de los aportes que académicos, organizaciones no gubernamentales y otros ciudadanos vienen haciendo al concepto y a las corresponsabilidades que su adopción implica para el Estado, la ciudadanía y las organizaciones sociales, nos apegamos a un concepto que pone al hombre al servicio de una noción abstracta de seguridad, que las sociedades aceptaron con la esperanza de que al aceptar que el Estado garantizara su seguridad, estaría en capacidad de brindarla a todos los asociados.

En ampliación de la idea, y reconocimiento de que ella había fallado, se llegó a la desarrollada concepción de la seguridad humana, que reconoce al hombre como centro de la acción social, como sujeto digno de protección, como razón de ser de la organización. En su tesis doctoral de la Universidad de Barcelona, el profesor Juan Pablo Fernández Pereira, sintetiza el potencial de este concepto, como protección, “que aísla a la persona de los peligros” y que “permite a la personas realizar su potencial y participar plenamente en la toma de decisiones”. 

El proyecto de ley de víctimas que hace penoso tránsito por el clientelizado Congreso nacional es el paso pionero que el Partido Liberal ha dado para traer al país la noción de seguridad humana. Esta iniciativa implica un doloroso reconocimiento para el Estado, porque lo obliga a aceptar nociones fundamentales que hasta ahora se ha negado a asumir. En cuanto al conflicto, el Estado queda obligado a admitir su indiscutible responsabilidad en los hechos que ensombrecieron nuestra historia reciente, por cuenta de su incapacidad de cumplir con sus deberes constitucionales de proteger vida, honra y bienes de los ciudadanos. Y como si fuera poco, le impone admitir que equivocó su rumbo, que se convirtió en otro actor violento y se hizo responsable de victimizar a ciudadanos que debía proteger.

Ahora, sobre las víctimas, concordante con la Corte Constitucional que dice que las víctimas deben ser reparadas, que el Estado debe indemnizarlas por los “daños morales” que sufren, el proyecto propone que el Estado reconozca que los colombianos que sufrieron muerte, destierro, secuestro, desaparición forzada o cualquier otra clase de hostilización por la guerrilla, el paramilitarismo o sus propios agentes, son ciudadanos que merecen -en mecanismo que debería llamar a la subsidiariedad- ser reparados por los victimarios, como primeros responsables, y por el Estado, que los descuidó porque sufrieron y no hubo capacidad de protegerlos.

La reparación así comprendida, no como ejercicio de “solidaridad” sino de responsabilidad con las víctimas, no pretende -como parecen caricaturizarlo muchos de quienes han llegado al debate-, convertirlas en mendigos a la espera de los mendrugos con que la sociedad las calme. Se trata, sencillamente, de reconocer que los hechos de violencia cambiaron sus vidas, rompieron a sus familias y en la mayoría de los casos, los daños o pérdidas que sufrieron, destruyeron el trabajo de sus vidas. Tenderles una mano para que vuelvan a emprender un camino de futuro personal y familiar es reconocerlos tan ciudadanos como todos los colombianos que no han sido sometidos a los vejámenes que ellos sí tuvieron que padecer.

En los días que antecedieron al muy justo Congreso de víctimas del terrorismo que hoy culmina en Medellín, varios representantes a la Cámara alertaron por el desastre en que está convertido el proyecto de ley de víctimas, porque desconoce el contexto del conflicto, es excluyente, no recoge los intereses y necesidades de las víctimas, las medidas de atención y reparación no son integrales y lo propuesto no es acorde a las necesidades de reparación y satisfacción de los derechos de las víctimas.  En los dos debates que faltan para convertirla en Ley quedan pendientes temas delicados como el reconocimiento a las víctimas de crímenes de Estado, capítulo en el que el representante ponente volvió a fijar condiciones de aspiración, tiempo de reclamación y exigencias para el reclamo, que la harían prácticamente nugatoria. Las víctimas han pedido que el proyecto de ley para la protección de sus derechos se archive si no cumple con los estándares internacionales de justicia. Y el problema es que a pesar del interés que ha despertado, de su importancia trascendental para un proyecto de reconciliación de los ciudadanos, todavía no se ha fijado fecha para esos debates pendientes. 

Hago propia la voz de las víctimas, la de los colombianos que han aportado a esta discusión y la de mi Partido, que presentó la iniciativa, para exigir al Congreso que no sea inferior a la responsabilidad que tiene para escribir con nuevas letras la historia del futuro de Colombia, una historia que no será posible si no incluye a las víctimas, si no sueña con que bajo el cielo de la Patria todos sus hijos seamos sujetos de los mismos derechos y beneficiaros de iguales garantías.