Por: Rodrigo Pareja
Por ahora el azote de la humanidad en lo que hace relación con la propia vida, es el desenfrenado terrorismo protagonizado por grupos extremistas que tienen distintas motivaciones y en estado de sicosis colectiva a varias naciones del que suele denominarse mundo occidental.
Y es precisamente esta parte del planeta — de malas por punta y punta como suele decirse – la que alberga y padece otra calamidad que nada tiene que ver con la vida como tal, pero si con la existencia misma del ciudadano del común, incapaz de enfrentarla con éxito: el desaforado consumismo.
Se menciona el tema ahora que llega diciembre con su desproporcionado afán de comprar, fiar, exhibir, mostrar, comparar y posar de rico, aunque el mes de enero con su cúmulo de alzas llegue tan temprano y haya que encarar, sin saber cómo, el déficit del bolsillo dejado por la absurda magnanimidad del recién pasado diciembre.
Un país como Colombia donde la cultura del ahorro es más que desconocida por la gran mayoría, resulta fácil territorio para la insaciable voracidad de un comercio que cada día piensa más en sus utilidades que en el consumidor, el cual debe defenderse como gato panza arriba ante la cascada de publicidad, muchas veces engañosa, a la que es sometido un día sí y otro también.
Como esta nación tiene poca imaginación en algunos campos y se limita a importar hasta lo peor, ya se le ofreció al indefenso consumidor colombiano el conocido como “Viernes negro” o Black Friday, para descrestar más a los incautos, algo exitoso en Estados Unidos donde las rebajas son reales y comprobables y no meras palabras.
Aquí se ofrecen “descuentos” hasta del cincuenta, sesenta o setenta por ciento, pero quien compra no sabe contra cual precio original se está otorgando la supuesta gabela, contrario a lo que sucede en el país del norte y en otras latitudes, donde el consumidor sí sabe cual es la ganancia que está obteniendo porque hasta tiempo ha tenido en los días anteriores de hacerle seguimiento al producto que finalmente desea y adquiere.
Se supone que una de las ventajas de los grandes almacenes de superficie, tanto para ellos como para sus clientes, es el precio más módico que pueden ofrecer y que se compensa en razón del volumen de sus ventas.
Aquí en cambio en muchos de ellos, hay productos que valen un veinte o un veinticinco por ciento más que en otros establecimientos comerciales, y el desafío que les hacen a sus usuarios de devolver y hasta duplicar la diferencia si se les prueba que determinado artículo es más barato en otro sitio, tiene tantos requisitos y resulta tan engorroso que es más fácil ganarse el baloto.
En Colombia como gran cosa se habla de la protección al consumidor y hasta posa la Superintendencia de Industria y Comercio de ser su desvelada defensora. Para eso tiene un monigote insufrible que se pasea por todos los canales de televisión y en las grandes ciudades hay dependencias que no se sabe si son oficiales o no, dizque para velar por los intereses del comprador.
Aquí lo que hace falta es una especie de Ralph Nader, el legendario norteamericano que desde la época de los años sesentas metió en cintura a las grandes industrias, almacenes y marcas gringas, y creó una conciencia de defensa del consumidor que poco a poco se entendió y engrandeció, hasta convertirla en la que hoy es indestructible en los Estados Unidos.
En el ámbito local aquello de que “el cliente siempre tiene la razón”, es un refrán para que se graben los aprendices, los que llegan de últimos al escalafón mercantil, y que jamás aplican porque el consumidor colombiano además de pasivo y aguantador es al mismo tiempo cómplice silencioso de los abusos a los que es sometido.
TWITERCITO: En las misas por los periodistas desaparecidos no dan licor, viandas exóticas o pauta. Eso explica por qué la ausencia de tantos el pasado viernes en La Candelaria.