Por: Margarita Restrepo
Una de las grandes conquistas de la democracia liberal es, precisamente, la de garantizar que los ciudadanos puedan protestar de manera pacífica, con el propósito de expresar su descontento, o su posición frente a determinados asuntos de la vida en sociedad
Hasta bien entrado el siglo XX, países que hoy son modelo de libertad y respeto por los derechos humanos, protagonizaron violentas represiones contra ciudadanos desarmados que se movilizaron pacíficamente para rechazar tal o cual medida.
La constitución, las leyes y nuestras costumbres respetan y respaldan las manifestaciones pacíficas. Los uribistas, cuando ejercíamos la oposición al gobierno anterior, en múltiples ocasiones salimos a las calles de distintas ciudades para expresar nuestro descontento con el presidente de entonces y la forma como estaba entregando nuestra democracia, en la mesa de negociaciones de La Habana.
Siempre de manera pacífica, respetuosa y leal a los principios de la vida en democracia, el Centro Democrático hizo uso de su derecho de manifestarse contra el régimen del momento.
No hace muchos días, convocamos plantones ciudadanos en respaldo al presidente Uribe, quien tuvo que atender una citación a indagatoria, extendida por un magistrado de la sala de instrucción de la Corte Suprema de Justicia.
En lo personal, sinceramente considero que la protesta ciudadana es fundamental para vigorizar el régimen de libertades y el principio elemental de la democracia, que reconoce los derechos ciudadanos a expresarse de múltiples maneras, una de ellas a través de las movilizaciones.
Pero aquello no puede convertirse en una licencia para la alteración del orden, ni para la destrucción de bienes públicos, ni mucho menos para atentar contra los valientes miembros de la Fuerza Pública encargados de mantener la seguridad ciudadana durante las marchas.
Se ha dicho desde distintos ámbitos, que los desmanes ocurridos con ocasión de las marchas estudiantiles, son de responsabilidad de unos “infiltrados” encargados de agitar a los manifestantes y poner en marcha las acciones violentas que el país entero ha registrado.
Aquella explicación, que no es del todo creíble, no es suficiente para entender la magnitud de lo que está ocurriendo en nuestro país y que es, si se quiere, una mutación del virus revoltoso que se viene observando en distintos países de la región.
Hace pocos días, el problema se registró en Ecuador, donde los violentos causaron graves daños en la ciudad de Quito, al punto de que el presidente Lenin Moreno y sus ministros se vieron forzados a salir de la capital, para buscar refugio en la costera Guayaquil.
Cuando aún no terminaba de controlarse la crisis en Ecuador, la violencia estalló en Chile. La llama que prendió el “polvorín”, fue el aumento del precio del tiquete en el metro de Santiago.
Cuando de armar zafarranchos se trata, cualquier excusa es válida.
Lo cierto es que los desmanes, los saqueos, incendios y atentados violentos contra los carabineros chilenos, tienen en jaque al debilitado presidente Sebastián Piñera.
En Panamá, por su parte, los universitarios se han lanzado a las calles de la capital del istmo para oponerse a una reforma constitucional. La violencia, no ha escaseado durante las manifestaciones.
Es deber de la Policía Nacional garantizar que los estudiantes que han salido a las calles de Bogotá, puedan adelantar sus propuestas, siempre y cuando estas se lleven a cabo de manera pacífica. Pero también es deber de nuestros uniformados, evitar a toda costa que continúen presentándose acciones violentas.
Creo en la solvencia del ESMAD, unidad integrada por policías profesionales que dominan los protocolos para contener malaventuras ciudadanas, con respeto a los derechos humanos, pero reduciendo como corresponde a aquellos que están abusando del derecho a la protesta ciudadana, y atentan contra la tranquilidad de millones de colombianos que se ven gravemente afectados por los actos de vandalismo que lamentablemente han sucedido.