Por: Gustavo Salazar Pineda
Ha sido noticia en los últimos días el hecho repugnante y totalmente insólito que demuestra la asimetría grande que existe entre miles de millones de ciudadanos en el mundo y la cúpula de millonarios que gobiernan las finanzas y los negocios en el planeta. Un poco más de medio centenar de personas acaudan el dinero que la mitad de los pobladores del planeta poseen. El dinero, el poderoso instrumento del intercambio de mercancías y símbolo de poder y riqueza está muy mal distribuido en el mundo, eso explica y hasta justifica las muchas guerras que el género humano ha padecido a través de la historia.
No es nada nuevo lo afirmado por los medios de comunicación, excepto que tal fenómeno prueba la insalvable brecha existente entre los pueblos pobres y la élite poderosa que detenta las riquezas de nuestro planeta Tierra.
Repugna y es contrario a cualquier orden natural que una inmensa minoría posea centenares de miles de millones de dólares, mientras que la mitad de habitantes del mundo, que también son miles de millones, igualen a quienes son desbordadamente potentados económicos.
El panorama se agrava cuando se observa que dentro de la gran masa de desposeídos estamos los habitantes de los llamados países tercermundistas, en los que los salarios son miserables, pero los medios de vida o los productos de la llamada canasta familiar son costosísimos sin que pueda afirmarse que quede algún pequeño remanente para satisfacer las necesidades culturales, espirituales y de diversión que hacen digna la vida humana, la que se torna precaria y triste sin la satisfacción mínima de las necesidades básicas de hombres y mujeres. Esto ha facilitado el discurso de las guerrillas en Asia, África y América en los últimos años y justifica que varias voces de expertos en cuestiones sociales, económicas y políticas propugnen por morigerar este capitalismo rampante, vulgar y grosero que es el que nos domina desde hace varias décadas.
Aplicando el fenómeno estrictamente a los países iberoamericanos, podemos concluir que en España y muchas de las naciones de habla hispana se vive la misma situación desigual entre las masas y las clases altas y dirigentes. Nada distinto de lo que acontece en el mundo le acontece a nosotros los hispanoparlantes: unos cuantos ostentan arrogantemente bienes, dinero y poder, en tanto que el ciudadano de a pie tiene que vérselas todos los días para ganarse un mendrugo para él y su familia.
Pasa en Colombia, acontece en varios países de nuestro continente y sucede en la madre patria: unos acumulan mucho dinero y poder, otros, la inmensa mayoría, no tienen más riqueza que su abundante prole y las ilusiones de un indigno subsistir cotidiano. Ejemplos abundan en la empobrecida Colombia de esta época: familias hay en exceso que son dueñas de muchas empresas, de mucho dinero, demasiado poder, en tanto el pueblo raso no alcanza a llevar una existencia medianamente digna. Sabemos por los medios masivos de comunicación que en las altas esfera del poder, en los heliotropos de las ramas del poder público trabajan altos funcionarios cuyos sueldos, incluidos los de otros familiares, pasan del medio centenar de millones al mes. En las altas cortes existen algunos casos de concentración desmedida de poder y retribución salarial altísima de los cónyuges por las funciones desempeñadas, no siempre con la calidad, erudición y sabiduría que las altas dignidades demandan. A la par se sabe que hogares con 10 ó 12 personas en su configuración, tienen que vérselas para vivir de un vulgarísimo y paupérrimo salario mínimo cercano a los doscientos dólares mensuales. Aquello de la igualdad social no pasa de ser el más engañoso de los pregones retóricos que muchos políticos utilizan en campañas electorales o para cautivar al pueblo hambriento y necesitado como lo es el nuestro.
Demagógicamente los gobernantes de turno tratan de hacer reformas tributarias que impongan impuestos a los ricos y no afecten a los pobres. Muy pocas veces se cumple tan noble propósito y se termina gravando, indirectamente, las frágiles y lánguidas economías de las clases populares. Y como siempre, la clase media es la más afectada con este tipo de situaciones sociales alarmantes.
Los pequeños burgueses que vivimos de la apariencia y que optamos siempre por mirar la vida de los poderosos y pocas veces caemos en cuenta de la desesperante condición económica y social del hombre del pueblo, gastamos lo que no tenemos aparentando una vida ficticia de superioridad y lujos, muchas veces innecesarios y casi siempre fatales para nuestra economía personal.
No solamente vivimos en una sociedad extremadamente desigual, también el Estado fallido y deficiente que es el nuestro hace cada vez menos por sus clases media y baja y mucho más por los banqueros a quienes auspicia el agiotismo y en época de crisis apoya con ayudas económicas al mismo tiempo que respalda a los patrones y desfavorece inmisericordemente a los trabajadores.
Es inaudito que en la España actual más de la mitad de la población juvenil no tiene trabajo y hace parte de los millones de parados o carentes de un empleo siquiera informal.
En Colombia, las cosas no son más halagüeñas que en la península ibérica. Existe un enorme desempleo cuyas cifras se maquillan con subempleos, empleos transitorios o temporales e informales que las autoridades gubernamentales utilizan para hablar que las cifras de desempleados bajan de los dos dígitos.
Empero, es el mismo Estado el que ha venido recortando la nómina de los empleados públicos y lo que ocurría en décadas anteriores en las que se podía obtener un puesto medio con un buen salario se ha convertido en una pesadilla para los jóvenes de estas generaciones a los que se les emplea mediante contratos cortos, mal remunerados y con espacios del cese de actividades grandes, de tal modo que de los doce meses del año el empleado no tiene actividad laboral, sino 3, 4 ó 5 meses, debiendo de otra manera proveer a los gastos personales y familiares que son permanentes.
Mientras sigamos viviendo bajo estas premisas y con tales condiciones de extremada desigualdad, el discurso de la paz y la concordia entre los pueblos no pasa ser una quimera inalcanzable.