Por: Margarita Restrepo
La del miércoles de la semana pasada no fue la primera marcha multitudinaria llevada a cabo en Venezuela. Durante largos años, el oprimido pueblo ha intentado sacudirse del yugo totalitario del régimen chavista.
En estos 20 años de dictadura, centenares de opositores han sido asesinados a manos de los organismos de seguridad al servicio de la dictadura. Las cárceles fueron llenadas de líderes que alzaron su voz para denunciar los abusos de aquellos que en estas dos décadas lograron destrozar a Venezuela desde sus más profundas estructuras.
El éxodo venezolano, calculado en más de 3 millones de personas que han huido de la dictadura, hace que la crisis no sea, como dicen los gobiernos que aún respaldan a Maduro, un asunto interno. La región entera está sufriendo las consecuencias de las decisiones tiránicas adoptadas por Maduro y su camarilla.
Las democracias del mundo no han dudado en reconocer la legitimidad del presidente interino, Juan Guaidó. Donald Trump, el presidente Iván Duque, Bolsonaro en Brasil, el primer ministro canadiense y la Unión Europea han dicho claramente que en Venezuela, el primer mandatario es el presidente de la legítima Asamblea Nacional, Juan Guaidó cuya vida e integridad debe ser salvaguardada, como lo ordenó recientemente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, organización que le ordenó al Estado venezolano proteger la vida y garantizar la seguridad de Guaidó y su familia.
Aquellas medidas cautelares son fundamentales, pues es conocido el modus operandi del chavismo, ese mismo que hace pocos meses capturó y lanzó desde el décimo piso del edificio del SEBIN (Servicio de Inteligencia Bolivariano) al dirigente opositor, el concejal Fernando Albán.
La dictadura de Maduro agoniza. Sin respaldo internacional, con presiones desde todos los frentes, con el mundo libre exigiendo su salida, el grupo de personas que destruyeron a Venezuela, que se la robaron, que convirtieron a ese país en un narcoestado, tienen los días contados.
Como todas las transiciones, ésta será traumática y difícil, pero es el costo que hay que asumir para que la libertad y la democracia se reestablezcan en el vecino país. Los venezolanos merecen un gobierno legítimo que devuelva la confianza, que reconstruya la desmoronada economía, que no persiga a quienes piensan distinto.
Venezuela, que hace 30 años era un modelo de progreso y desarrollo, hoy es uno de los países más desiguales, con un insoportable índice de miseria.
La inflación en el año pasado fue de 1.3 millones porciento. La población padece hambre y los medios de comunicación son violentamente perseguidos.
La insoportable situación está finalizando. En el horizonte, se otea prístinamente el fin del régimen criminal. Sus cabecillas no pueden quedar impunes. Maduro y su camarilla tienen que responder judicialmente por todos los delitos que han cometido. En los últimos días, una treintena de ciudadanos inermes han sido brutalmente asesinados. Aquellos crímenes merecen ser castigados.
Una vez se reestablezca la democracia en Venezuela, la comunidad internacional tiene la obligación de seguir acompañando a ese país. Todo debe ser reconstruido y los millones de ciudadanos que se vieron obligados a buscar refugio en otras naciones tienen que gozar con las garantías suficientes para su retorno.
Venezuela quiere ser libre y todos los que creemos en la democracia adquirimos el compromiso irrenunciable de brindar nuestro apoyo para que ese anhelo se haga realidad.