Por: Nicolás Albeiro Echeverry Alvarán

Cerca de cinco mil vigilantes de barrio recorren diariamente las calles de Medellín, armados con pitos, bicicletas, bolillos y mucho valor. Se saben los nombres de las señoras y los señores de la cuadra. Vieron nacer a muchos de los niños y llegar a la mayoría de las mascotas del sector. Conocen los precios de los productos de las tiendas que aún quedan en el barrio, y pueden decir dónde es más barato y si todavía fían. Su presencia permanente en la comunidad los ha hecho testigos del marido que llega ebrio y los ha acreditado para distinguir entre moradores, visitantes, familiares y amantes.

¿Quién no recuerda a don Chucho, don Chepe, don Juan o don Pedro? Hombres sencillos y humildes que llegaron a la ciudad, la mayoría empujados desde el campo por la violencia o la falta de oportunidades. Fueron ellos los que no alcanzaron cupo en la fábrica, o no los admitieron porque no tenían siquiera quinto de primaria, o simplemente no se sometieron a cumplir un largo turno encerrados entre paredes, ya enseñados al aire libre de sus faenas agrarias.

En la calle, de 12 horas en 12, o más tiempo si fuese necesario, eran felices cuidando el sueño de quienes al oír sonar su pito, se arropaban con la tranquilidad de que don Chucho, don Chepe, don Juan o don Pedro estaban ahí, alejando con su presencia a los amigos de lo ajeno.

 

Indudablemente, la actividad desarrollada por los vigilantes tradicionales, ha sido reivindicada por su importancia en la tranquilidad y seguridad de la ciudadanía. Por eso merecen mejores condiciones laborales, sociales y económicas, que dignifiquen su vida y las de sus familias.

A la importante labor que realizan estos vigilantes de los distintos barrios de Medellín, hay que hacerles un reconocimiento. El alcalde Aníbal Gaviria Correa debe hacerles un homenaje que trascienda las placas y los pergaminos,  articulándolos a la Política de Seguridad de la Ciudad, coherente con la línea estratégica “Ciudad que respeta, valora y protege la vida”, de su Plan de Desarrollo “Medellín, un Hogar para la Vida”.

La Administración de Medellín anterior creó el Programa “Vigías”, con el objetivo de promover y fortalecer los procesos de legitimidad y legalidad de los servicios de vigilancia comunitaria y privada que prestan los vigilantes tradicionales de Medellín, en unas condiciones laborales, sociales y económicas que dignifiquen su vida y las de sus familias, y aporten en el mejoramiento de los niveles de seguridad y convivencia de la Ciudad.

Se trata de un Programa para los mismos vigilantes de barrio quienes, a pie o en bicicleta, recorren palmo a palmo nuestras calles, haciéndonos sentir con el sonido de su pito, la presencia civil de un Estado protector. Esos vigías barriales llenan el vacío que deja la imposibilidad que tienen nuestros gobiernos nacional, departamental y municipal de responder física, técnica, tecnológica y presupuestalmente a las ingentes demandas de seguridad ciudadana.

En la  pasada Administración se invirtieron más de cuatro mil millones de pesos en el  Programa  de Vigías. Fueron 800 los vigilantes capacitados en el cuatrenio pasado. En su proceso de organización se logró la conformación de 14 asociaciones comunitarias de seguridad con personería jurídica, otorgada por la Gobernación de Antioquia, con un total de 609 vigías asociados a las mismas. Estos estaban uniformados, carnetizados, subordinados a los reglamentos y direccionamiento de sus asociaciones, y equipados con 290 radios de comunicación operando en red y en coordinación con el CAD de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá.

Los vigilantes de barrio impelen el pragmatismo y la reciprocidad por parte del Estado: son capaces de llenar el vacío de seguridad y tranquilidad que deja la incapacidad lógica del Estado de estar presente en cada calle de la Ciudad; y el Estado -a través de los gobiernos nacional, departamental y local- debe llenar los vacíos socioeconómicos y culturales que han llevado a estas personas a encontrar en su oficio de vigilantes, su forma de subsistencia y su compromiso con la sociedad.

Dignificarles el oficio es estimular su apoyo a la obligación constitucional del Estado de proteger la vida, bienes y honra de las personas que habitan cada sector desprotegido por la fuerza pública. Es mantener su legitimidad y evitar que la ilegalidad usurpe la soberanía que sobre ellos debe ejercer la institucionalidad estatal.

Además, el servicio de los vigías debe estar encaminado no solamente a las actividades de seguridad, sino de apoyo a la Administración como veedores de la comunidad, para garantizar mejor prestación de servicios públicos por parte de la Alcaldía.

El propósito de la actual Administración debe ser mantenerlos y fortalecerlos como organizaciones viables y sostenibles, legitimadas por la comunidad y acordes con la normatividad y la ley. Desarrollar sus competencias humanas, sociales, técnicas y administrativas. Y, entre otras acciones que ya se empezaron a adelantar desde el cuatrenio pasado, convencer a la comunidad para que confíe en ellos, los acepte, los valore y se solidarice con ellos.

En Medellín ha existido una apuesta real y concreta que ha logrado apoyar la labor constitucional de nuestros vigilantes de barrio. Pero esa apuesta hay que fortalecerla para evitar que la ilegalidad se la atribuya como propia, desvirtuando su espíritu cultural, social y económico, y convirtiéndola en un elemento más de la inseguridad y la violencia: lamentablemente conocemos experiencias nefastas en la historia de Medellín en las que grupos al margen de la ley ocuparon los vacíos dejados por el Estado en materia de seguridad, con el pretexto inicial de ofrecerla.

El reto de la actual Administración de Medellín es arropar la noble y loable tarea de los vigilantes de barrio, ayudándoles y apoyándolos con programas como el de Vigías, para aprovechar el capital humano claramente aceptado y legitimado por la comunidad.

Son casi 5.000 personas con ingresos, fortaleciendo una red cívica de ciudadanos cuidando el espacio público, las cuencas, el ornato y, por supuesto, acompañando la comunidad como tradicionalmente lo han don Chucho, don Chepe, don Juan o don Pedro, recorriendo diariamente las calles de Medellín, armados con pitos, bicicletas, bolillos, mucho valor… y demasiada dignidad.