Rubén Darío Barrientos

Por: Rubén Darío Barrientos G.

Corría el 14 de octubre de 2014, cuando la plenaria del Senado de la República aprobó en segundo debate de la reforma del equilibrio de poderes, la eliminación en la agenda del voto obligatorio. La votación final, fue de 45 votos a favor de eliminarlo y de 29 en contra de suprimirlo. Tiempo atrás, el 9 de julio de 2008, se contempló de manera fallida incluir el voto obligatorio en la reforma política. Hace una semana, fue presentada al Congreso de la República una nueva reforma política –denominada “para el posconflicto” –, que incluía por enésima vez el voto obligatorio, aunque vía fast track, como entre siete puntos más.

Algunos medios, han hablado de que su implementación costaría 1.3 billones de pesos si solo se tratara de una primera vuelta presidencial, pero a lo cual habrá que cargarle otro billón de pesos si se llegare a segunda vuelta (lo que es casi garantizado). Si bien es cierto que la mayoría de países de América Latina cuentan con el voto obligatorio, son Perú y Argentina los que ostentan mayores sanciones por su inobservancia, al prever hasta la pérdida del empleo como castigo. En Chile, entretanto, hay un fenómeno contrario: el voto obligatorio después de 54 años dejó de serlo y en ese regreso a la libertad se estrenó Bachelet con una victoria, pero con el lastre de una abstención del 50,6%.

Por su parte, en Venezuela el voto es voluntario y allí participa el 80% de su caudal electoral. En Argentina, la figura del sufragio forzoso data de 1912 pero en Bélgica está vigente desde 1892. Pese a ello, en muchos países las sanciones son de papel o, simplemente, no existen cuando se dé su incumplimiento (ausencia de coerción). En Grecia, no votar impide sacar la licencia para conducir; en Australia, Chipre y Luxemburgo las sanciones son pecuniarias y no faltan los países donde su obligatoriedad es solo para los hombres. En fin, hay de todo como en botica en esta materia del voto obligatorio. En Colombia, con indicadores de casi un 55% de abstención, este asunto ha sido foco de muchos debates académicos y de una controversia acentuada entre opinadores.

Dos preguntas han sido las claves en estos encontrones conceptuales, donde se discute si el voto obligatorio es útil: ¿Limpia la corrupción de una clase política untada de desprestigio? y ¿Eleva los niveles de participación electoral? Una vez, un debatiente lanzó su apotegma: “El voto obligatorio es una solución simplista para un problema complejo”. Y otro, acotó: “No es un tema de libertad o de exigencia, el meollo es saber que es una cuestión que gira en torno a la legitimidad proveniente de las elecciones y a la confianza en el sistema democrático”. De cara al rechazo a los partidos, a la compra de votos, al debilitamiento de la participación electoral y a la corrupción galopante, este no es un aspecto fácil de digerir.

En Holanda, se eliminó el voto obligatorio bajo el argumento de que sencillamente el voto es un deber cívico. Pareciera ser que Colombia, de aprobarse esta figura, saltaría a lo contemporáneo y acallaría a los críticos de siempre que no votan pero que rajan todo el tiempo. Claro está que no son pocos los que sostienen que su implementación legal es un ataque a las libertades individuales. Ver a todos los que tienen la edad para votar, sufragando, no deja de ser algo apreciable, pero estando en conciencia de que este es un país políticamente inmaduro, donde se vota es contra alguien, o bajo los efectos de la mermelada, o como castigo, o por el más sexy, mucha parte del alud de votos está cargada del vicio de la falta de criterio. Por eso más bien, lo bueno parece inclinarse por el voto libre y voluntario. Lo preocupante resulta ser la falta de representación política y la confianza, que en Colombia andan en su peor momento. Definitivamente, el voto obligatorio: sí pero no.